lunes, 21 de septiembre de 2009

LUIS DE TAVIRA

LUIS DE TAVIRA

De mí mismo como otro

Quiero iniciar evocando unas bellas palabras de Peter Sloterdijk, porque en su aliento puedo hallar el tono adecuado de la escena:

El que no es prisionero de su autodefinición ni prisionero de su autonegación es libre. El que conoce la libertad nace a sí mismo como un niño nace al mundo... Hace de su vida una expedición a las regiones inexploradas del Ser que se encuentran entre la sinceridad y el don de la inventiva...

La convocatoria que nos reúne alude al combate de un posible desdoblamiento Yo contra mí , que al parecer presupone muchas cosas, inusitadas unas, convencionales otras, unas herméticas, abiertas otras. Es una metáfora pero es también una estructura, invita al transcurrir libérrimo y oculta sus trampas sin advertencia. Presupone por ejemplo la existencia de la autocrítica, cuya posibilidad necesariamente presupone a su vez la posibilidad de la crítica, cuya razón de ser presupone la existencia autónoma de la obra de arte, que a su vez presupone genealógicamente la existencia del artista, que es aquella condición que la persona alcanza por virtud precisamente

de la existencia de la obra, y presupone que ésta es susceptible de ser reconocida como tal más allá de la persona del artista, distinto él mismo de la obra y distinta a su vez su condición de persona de su atribución artística.

Un laberinto, en efecto. Y los laberintos son metáforas, pero son también estructuras arquitectónicas inventadas para jugar al extravío o para asegurar en lo oculto los secretos. Prisión y trampa, juego en el que se sucumbe del extravío al placer.

El mito nos cuenta que el enigma fue vencido por las alas postizas de Ícaro y el hilo que fue desnudando a Ariadna. En ambos casos, salir del laberinto resultó una trampa peor: para Ícaro fue el vacío, para Ariadna fue Naxos, la isla obsesiva del pensamiento circular.

Así que habrá que ser cautelosos y resistir a fuerza de realismo la atracción a esa puerta semiabierta que nos tienta. Es decir, detenernos un paso antes de entrar a escena para reconocer con plena conciencia el momento del tránsito con que se accede a la ficción, porque el desconocimiento de las fronteras entre las dimensiones ha provocado la escandalosa confusión epistemológica de esta era sonámbula. En efecto: si todo es teatro, nada es teatro.

Tal vez sea esta consideración la vía más lógica de acceso frente al equívoco de la convocatoria que aspira a formar esta reunión que habrá de sostenernos mientras dure. Esto es, la de una comparecencia que se anuncia como el show del combate de un supuesto autor consigo mismo. Qué combate, de qué categoría, entre cuáles máscaras, pero sobre todo, dónde, parecen responderse con la invitación a crear un dispositivo, nos dice la convocatoria. Y qué otra cosa más precisa puede referir la palabra dispositivo sino el artificio, esa ingeniosa combinación de cosas que preside la invención delartefacto del que depende el bien hacer de algo; por ejemplo, el dispositivo para que al pulsar un botón, se abra una puerta, o las alas postizas que Dédalo inventó para que Ícaro pudiera salir del laberinto y se salvara, a condición de no volar tan alto que el sol derritiera sus alas y se precipitara al vacío.

En esta ocasión se trata de un dispositivo para crear la escena y convertir el espacio en un agón, sitio del combate ficticio en el que aquella realidad que se ha ausentado de la crítica, se re-presente como autocrítica, verosímil, es decir, símil, artilugio, capaz de contener la verdad de su referente, que ese referente no puede contener, por la sencilla razón que alguna vez Kant señaló con contundencia: las cosas son o no son, ni falsas, ni verdaderas, resultan insignificantes. En semejante argumentación, disposición de premisas, reside la más poderosa justificación poética del teatro como mimesis: representación de la realidad por virtud de la ficción. Y su dispositivo tiene un nombre preciso: el escenario.

Y lo que hay que disponer ahí ha sido la consistencia específica del profesional del montaje escénico, el director de escena que en este caso concreto parece convocar a una tautología imposible, a menos que el director de escena confrontado en el dispositivo renuncie al montaje y defraude a la convención, o se transfigure en personaje y se precipite como Ícaro al vacío, como un vestuario inhabitado que ha perdido la condición del artilugio y se abandona en el rincón de las cosas olvidables.

Por el contrario, y me dispongo para el primer asalto si esta es una provocación teatral, la ocasión tendría que subrayar el reconocimiento que secularmente la teoría en general y la filología en particular, han escamoteado al arte que en el origen les dio lugar a ser y a adquirir un sentido perdurable. Porque teatro y teoría son palabras genealógicamente inseparables, tanto que si atendemos a su condición de dispositivos, resultan incomprensibles la una sin la otra.

Ambas palabras se derivan de la misma acción. El verbo griego theáomai, quiere decir:contemplar. Teatro quiere decir mirador; teoría quiere decir contemplación. Así por virtud de la divina invención del teatro ha sido posible la invención del mundo como representación, no ya de la voluntad sino de la teoría, que en rigor no es otra cosa que aquella acción teatral que nos ha convertido en espectadores de nosotros mismos, no según el engaño de Narciso, sino por virtud de aquel prodigio epistemológico de una anagnórisis en la que nos reconocemos como otros, sujetos del acontecimiento, como poética de la existencia, medida del cosmos y escala de lo sobrehumano. Una necesidad del teatro tal que no parecen compartir los hombres de hoy y que sin embargo motivaba el optimismo teórico de Nietzsche para evocar los tiempos de aquellas miradas, desde aquel mirador capaz de proporcionarnos el consuelo intramundano de una era en la que la teoría era un asunto espléndido, porque a la luz de semejante mirador, todas las cosas eran bellas. Desde ahí la teoría llamó cosmos al mundo: adorno, morada donde habita el espíritu como impulso jovial que es capaz de otear con una mirada todo lo que hay en derredor. La gran panorámica, el vuelo libre de las almas, el mundo como una señal, como un saludo desde el todo; acudir al mirador era acudir a la contemplación de vastas perspectivas, descubrir un archipiélago de cosas que se distinguen en medio de un horizonte resplandeciente, ahí el pensamiento sucumbe al asombro de su propia escala sobrehumana. En semejante sobresalto, Fausto exclamaba: ?¡Instante eres tan bello, detente!?

Al perder el significado del valor del teatro, no sólo se ha envilecido la escena, también la teoría ha perdido su jovialidad y su esperanza. Se ha convertido en un sórdido ejercicio nigromante.

Por eso, desde el primer paso hacia el dispositivo se ha suscitado el primer asalto no de un combate de alguien contra nadie, sino de los presupuestos que podrían sostenerlo, porque ¿desde qué presupuestos críticos se puede acceder a la autocrítica, cuando la reflexión desenmascara la impostura de los participantes, susceptibles de elegir algún bando en el combate?

Desde que acudí por primera vez al mirador, hace ya muchos años y varias generaciones, según las unidades de medida del pensamiento contemporáneas, no encontré muchos interlocutores realmente interesados en preguntarse por el sentido o sin sentido del teatro en nuestros días. Y si atiendo a nuestro medio intelectual, sólo encontré un desprecio tal al teatro que sólo delataba su ignorancia. De ahí su intolerancia, porque la ignorancia ignorada, a más de estupidez, engendra intolerancia.

Por ello, no suele practicar la autocrítica quien no cuenta con la indispensable interlocución de la crítica, y a cambio enfrenta al ridículo ejercicio de la calificación y la descalificación precisamente acríticas. Un juego vil de fobias y de filias indigno de la experimentación apasionada del que depende la tenaz iniciativa del teatro en estos tiempos difíciles.

En efecto, no tiene sentido el soliloquio autocrítico fuera del diálogo crítico.

No hay guerra civil al interior de una ciudad sitiada. Porque esa es la condición actual del teatro: ser una acción de resistencia.

No habrá de extrañar entonces que en semejante combate sólo quepa la agresión ritual, no de uno mismo, sino del deseo que lo funda, como autodefensa habitual frente al hostigamiento permanente en que ha de sobrevivir apenas proscrito el teatro entre nosotros.

Despejemos otro equívoco. Aquí el combate está emplazado en un agón escénico: el lugar de lo decible, el discernimiento de la imagen, que es siempre lo que dicen los otros, porque las palabras son siempre las palabras de los otros. En el caso de este dispositivo supuestamente autocrítico, sería lo que los otros dicen de mí, lo que los otros ven de mí que yo no puedo ver, aquel autoconocimiento paradójico que descubrimos en la mirada enigmática del otro, aquella revelación en la que nos conocemos a nosotros mismos sólo de oídas. Nada resulta más teatral.

Porque no es aquí el ámbito de aquellas opacidades espesas de la indecible intimidad en la que se entabla el combate con la propia sombra. Y no será aquí porque el impúdico intento quedaría en engaño, ya que su estricta imposibilidad es lógica. Lo indecible es mejor callarlo, nos advierte Wittgenstein. Quien mejor comprendió la condición de semejante comparecencia, tal vez haya sido Anselmo de Canterbury al expresarlo así:

Heme aquí, ante ti, desconocido, vengo ciego, tal como tú me ves, yo, que no te veo a ti; cuanto languidece en mí y desfallece ante tu encuentro, en el silencio de mi deseo, es cuanto puedo ofrecerte.

¿Qué otro yo parlanchín podría ser el antagonista de esa escena?

Si ensayara la escena del proemio famoso, yo tendría que invertir la metáfora teatral con la que el poeta confiesa su impostura para intentar el canto a la suave patria. Tendría que decir que yo, quien siempre entoné desde el foro los acordes violentos de la epopeya, no voy a venir aquí para asomar furtivo el rostro por las trampillas del foro, para ensayar los trinos del íntimo decoro.

Y si entonces, tras un cambio de escena intentáramos hallar la peripecia del combate en las irreconciliables tensiones que median las indescifrables relaciones entre el personaje ficticio en tanto obra y las circunstancias personales del autor, lo que acontece como constante es presenciar cómo enmudece la autocrítica y cuánto se desboca la crítica.

Podemos toparnos con Borges, por ejemplo, y leer aquel prodigioso relato a favor de la autonomía radical de la obra frente a la impostura de la crítica que pretende explicarla como proyección de su autor, cuando nos cuenta la fábula de Pierre Menard, autor del Quijote . Un escritor francés del siglo XIX que lograra escribir la réplica exacta del libro de Cervantes, para regocijo de una hermenéutica que ahí leyera, por virtud de la personalidad de su anacronista autor, el arribo literario de un autor a la inmortalidad. Nos cuenta Borges que Menard se imaginaba que ?ser en el siglo XX un novelista popular del siglo XVII le pareció menos arduo ?por consiguiente, menos interesante? que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esta convicción dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje ?Cervantes? pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste naturalmente se negó a esa facilidad...? porque finalmente estaba convencido de que todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y así, sin saberlo, el mismo Borges encuentra la clave que podría descifrar el arte mayor de la actuación: la de aquella superior condición del artista capaz de ser y no ser el personaje que ya se asoma en el combate de realidades que quería contarnos el frustrado comediógrafo que desfallecía en Cervantes.

Si es verdad que aquel de quien hablamos nos habla, ¿de quién hablaremos?, ¿de Cervantes, de Cide Hamete Benengeli, de Alonso Quijano o de Don Quijote? Podríamos referirnos a todos ellos sólo cuando hablemos de la prodigiosa transfiguración de Quijano en Don Quijote. Es ahí donde sólo el teatro puede iluminar un sentido no hallado aún por la secular literatura y filología que tal milagro poético ha suscitado. Me refiero al cifrado homenaje a la condición metafísica del actor con que Cervantes parece consolarse de la opresión que le impuso el surgimiento de aquella tiranía cómica del fénix de los ingenios, monstruo de natura que desterró de las tablas sus dramas y confió su ilusión cómica al desván de los libros, donde aún yacen, como los justos en el seno de Abraham, esperando la hora de su irrenunciable adviento escénico.

Para vivir la ficción, Alonso Quijano cerró los libros y se hizo actor. No sólo necesitó inventar al personaje de Don Quijote, sino que tuvo que encarnarlo. Así consiguió transfigurar la realidad en el espectáculo de sus utopías.

Si Don Quijote se rinde fascinado a la ficción, no por eso se contenta con contemplarla como el espectador. Como el actor, se afecta personalmente de ella y sin reparar en los riesgos que impone a su mente, se introduce en la ficción misma, llevado por una pasión dramatúrgica: pretende transformarla. Así se topa con la realidad y la hace evidente a los espectadores de su locura, quienes ya nunca podrán verla como antes de su encantamiento. De la misma manera, el teatro puede ser esa ficción en cuya extraña lógica se descubre una realidad que clama por su transformación.

Las operaciones mentales del actor se asemejan más a los delirios de Don Quijote de lo que puede considerarse a primera vista; mucho más que sólo en aquel poder que le permitía al triste caballero ver en una venta paupérrima el castillo heroico de sus ficciones, el actor se le iguala en la extraña lógica de las acciones con que Don Quijote llevaba a las últimas consecuencias la realización de la ficción.

Como Don Quijote, el actor puede conseguir la transfiguración de la realidad por obra del encantamiento que entraña todo deseo, pero no alcanzará a entrar en la dimensión mágica de la escena si no descubre la enigmática causalidad que la produce y si al ponerse en ella no se rinde agradecido a la acción que aquella lógica exige como necesidad, porque sin gratitud muere el deseo, tanto como la fe sin obras.

Así como en realidad somos pensados por aquello que pensamos, cuanto he conseguido aprender del teatro me ha sido enseñado por los actores que dirijo.

Cuando el actor se pregunta si el personaje es realista o idealista, marxista o freudiano, nacionalista o universal, cristiano o budista, stanislavskiano o brechtiano, creyente o ateo, expresionista o impresionista, vivencial o formal, sanguíneo o melancólico, al ver pasar todos esos dilemas analíticos, debería contestarse apenas en un balbuceo, que no lo sabe. Aunque debería quedarse pensando que el personaje será un poco de todo eso, pero que sin duda es algo más que sólo eso; porque sobre todo, es también todo lo que no es eso.

Frente a semejante prodigio, de mí sólo podría afirmar a cabalidad que si algo he conseguido llegar a ser yo mismo, es ser testigo del asombro del que sucumbe a la condición de espectador de aquel espectáculo invisible que sucede en la mente del autor.

Quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que ya es un decir peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad. Pensar en el actor es, de algún modo, pensar en aquel que habla el personaje, aquel que al hablar nos habla de nosotros mismos en tanto personas. Aquel de quien hablamos nos habla. Pensar en él es ya pensar en nosotros mismos en tanto lenguaje. Hablar de la actuación puede ser entonces pensar en la consistencia lingüística de lo que somos, tanto como en la consistencia indecible y subjetiva de lo que es el lenguaje. La tarea del actor habita entre las fronteras del texto y su misterioso poder flota en la evidencia de los signos. El llamado actor vivencial demuestra aquella afirmación de Lacan según la cual el inconsciente es la condición de la lingüística, tanto como el lenguaje es la condición del inconsciente. ¿De quién?, ¿del actor o del personaje?

De otro, del único cuerpo vivo sobre el escenario, el cuerpo simbólico donde lo real se diferencia de la realidad; ¿de un cadáver que habita la palabra viva?, ¿o de un cuerpo viviente que enuncia un lenguaje cadaverizado? De otro; no todo es carne, no todo es lenguaje.

El misterio del personaje reside en su inconsistencia real, en su ser ficticio, en esa irrealidad que exige ser representada por la realidad del actor, que a su vez sólo se realiza como actor gracias al personaje. Pero en realidad, ¿qué representa el personaje? A la persona, esa otra que subyace entre el actor y el personaje, esa única e irrepetible personalidad que sólo alcanza a ser la que es, cuando accede a la condición del actor y que consiste en ser y no ser el personaje. Por eso, el misterio del personaje es el de la persona capaz de mostrar a los demás cómo es realidad que cada ser humano es un misterio único, porque en tanto persona, cada uno es siempre nuevo, increíble, irrepetible en el mundo y por eso mismo es digno de ser contemplado.

Lo escrito nos sobrevive, por eso escribe verdaderamente para el teatro aquel que descubre el peligro de la palabra que ha sido escrita para ser dicha y oída en el instante vivo del escenario. El texto dramático se vuelve rehén del tiempo: son otros los dueños de su secreto. Todo texto dramático es enigma, sale de su autor pero se queda: contiene palabras que nunca podrán ser retiradas, palabras que son sentencias perdurables sobre el destino pendiente del personaje, palabras que habrán de producir en el espectador insospechadas consecuencias. Por eso, escribir teatro ya es comprometerse.

María Bonilla propone sobre mi persona el dilema provocador de un combate mitológico: ¿ángel o demonio?

De tal proposición me interesan los rasgos estéticos que entraña y sus posibles consecuencias éticas. De ninguna manera me engancho en la estéril contraposición melodramática que también connota. Vivimos tal renovación del maniqueísmo que el discurso de la moral se ha salido del contexto ético.

Ángeles, de alguna manera, somos todos y con los ángeles tenemos que ver todos. La palabra griega angeloi quiere decir mensajero. Y todos los hombres somos siempre mensajeros, esto es, hombres entre hombres, intermediarios. Todos transmiten a los demás algo de lo que a su vez han sido informados. En estas transmisiones se cifra todo el proceso de humanización. La cultura, nos dice Gadamer, es esa conversación que nos sostiene. Por mucho que el actual predominio de los medios que ensalzan las imágenes y los aparatos esté consiguiendo la robotización de las relaciones, que paulatinamente se van reduciendo a relaciones de intercambio, la comunicación humana habrá de sobrevivir sólo donde sea capaz de recuperar la angélica necesidad de la relaciones personales.

En la era atroz en la que el medio se ha convertido en el mensaje se cumple la terrible premonición de aquella fábula de Kafka:

Se les ofreció la alternativa de escoger entre ser reyes o mensajeros de los dioses. Como niños, todos ellos quisieron ser mensajeros. Esta es la razón de que no haya más que meros mensajeros. Y así corren por el mundo; y dado que no hay rey alguno, se gritan los unos a los otros sus mensajes, que entre tanto, se han vuelto absurdos...

Tal es la absurda situación en la que los medios se han quedado sin remedio, produciendo la más monstruosa incomunicación imaginable. Millones de transmisores que no paran de dar ruidosamente vueltas al vacío, sin poseer ningún mensaje, de parte de nadie hacia nadie. Entre tal vociferación y verborrea, ¿quién habla realmente?

Y si así hemos llegado al peligro de perder la palabra, recuperemos entonces el silencio y en él, tal vez, volvamos a ser capaces de reencontrar al teatro, ese fulgor que precede a la palabra.

Porque esa es también la crisis actual del teatro al que siguiendo este orden de cosas, yo llamaría, según la metáfora de Massimo Cacciari, el ángel necesario: aquel mensajero que porta el mensaje indispensable para cada persona pero que no puede realizar su entrega porque está conminado a cumplir su misión en la inminencia del instante presente de la comparecencia física, pero sus destinatarios se han ausentado del presente, aquí y ahora de la escena, obsesionados por la telecomunicación donde han confundido los signos con las cosas, en una sonámbula virtualidad, fuera de la realidad.

El teatro entraña una promesa de plenitud distinta para cada uno. Aquello que anuncia depende de la consistencia de lo que se ha experimentado como ausencia o carencia. Los hartos no buscan. Sólo accede a la presencia quien presiente la ausencia. El teatro es representación y sólo clama por ser representado aquello que se ha ausentado de este presente descorazonado. Por eso, frente al mismo escenario cada quien presencia un espectáculo distinto. Nadie contempla el mismo paisaje desde el mismo mirador.

Si seguimos el sentido de este sendero, sorprenderá cómo la condición de demonio, el arcaico daimon , no sería una oposición al ángel, sino su más urgente superación, porque en él podríamos reconocer la procedencia del mensaje más allá del sujeto; el espíritu que inspira, posee y expresa a través de alguien, un contenido que no le pertenece y que ni siquiera le es dado comprender. Para Esquilo era el alma colectiva; para Sófocles, la pluralidad que cohabita en una persona; para Eurípides, aquel aliento que hace ser a uno él mismo en la respectividad de todos. Ninguna de estas acepciones resulta ajena para todo aquel que abraza la vida del teatro y consigue reconocer, como puedo testimoniarlo yo mismo, que nadie elige el teatro, sino que somos elegidos por el teatro. Artaud dice ?contaminados incurablemente por la peste?.

Sólo puedo decir de mí que nunca pretendí ser una persona de teatro. Puedo hablar solamente entre penumbras del obediente seguimiento a las señales de una entrañable amistad que comenzó con una pregunta: ¿dónde moras? Después, lo más cercano a lo que sucedió, tal vez se pudiera contar con las señales del mito sobre la involuntaria misión de Jonás y las necedades de su rebeldía, hasta arribar al inefable momento en que fue escupido en la bahía de Nínive para sucumbir a la docilidad de aquel instante en que sin saber cómo, puesto de pie en medio de la asamblea, comenzaron a brotar de su boca palabras que no eran suyas, al ritmo de una elocuencia que jamás fue suya.

Pero aún hay otra posible implicación en la metáfora que ha servido de modo perverso para fundamentar el escándalo burgués contra las pequeñas comunidades que parecen amenazar la coexistencia anodina de su individualismo mercenario. En el Evangelio de Lucas se cuenta la liberación del endemoniado de Gerasa, un pobre hombre al que los demonios que poseía su interior lo arrastraban al desierto, lejos de la comunidad humana; tras el exorcismo Jesús le preguntó al demonio: ?¿Cuál es tu nombre? Él contestó: Legión, porque habían entrado en él muchos demonios...? A continuación nos dice Lucas que al volver la gente del pueblo que había ido a asomarse por donde se precipitaron los demonios, vio que el hombre ya curado yacía sentado, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús y conversaban. Entonces toda la gente del país de los gerasenos les rogaron a los dos que se alejaran de ellos porque estaban poseídos de gran temor.

Difícilmente podríamos hallar mejor exposición de la paradoja que entraña la satanización de las relaciones intersubjetivas de toda pequeña comunidad. La posesión de la angustia misantrópica es siempre una legión que desborda al desierto del aislamiento individualista. Sin embargo, el efecto filantrópico de la liberación que religa a los liberados en la complicidad de una posible conversación entre personas, infunde más miedo que los demonios misantrópicos y ese miedo al poder de la liberación produce un óstrakon más alarmante aún.

Tal ha sido el miedo que siempre ha infundido la cofradía de los cómicos en las sociedades del burgo.

El sujeto de la creación teatral es la comunidad de sus hacedores. Empero, el languidecimiento de su presencia en la sociedad contemporánea ha comenzado por la disolución de su condición colectiva y su consecuente mutación en el insolidario gremio de mercenarios que es hoy. Desde ahí se proscribe todo intento de formación comunitaria del sujeto del teatro como sujeto de una intersubjetividad re-ligante con el mismo procedimiento paradójico del episodio de Gerasa. Poseídos de temor, se habla de sectas sospechosas.

Como ha señalado recientemente Sloterdijk en tal actitud a lo que la gente llama sectas se trasluce el latente totalitarismo que subyace en la actual sociedad de mercado y sus intelectuales, toda vez que el mercado sólo tolera un modelo social relajado y refrigerado de sociedad como una asociación libre de clientes. Esto es lo que precisamente una comunidad artística que no produce mercancías no puede ser, a priori. Una agrupación artística de artistas de su propia personalidad es una comuna cálida, incubadora, reactor psíquico y suele estar mucho mejor organizada que esas masas frías atomizadas de los nómadas consumistas. La sociedad burguesa no puede tolerar cerca de ella una sociedad que esté mejor organizada y por eso declara la guerra a las comunas cálidas.

Es cierto que el Estado moderno, la forma política del mercado totalitario, garantiza la libertad de agrupación, pero sólo cuando estas llamadas agrupaciones sean instituciones, es decir, cuando son a su vez sociedades burguesas frías. Hoy las instituciones y las iglesias sirven como comunidades distendidas de consumidores. No se tolera fácilmente la libertad entusiasta para formar comunas, donde tal vez resida el detonante psicodinámico capaz de liberar a los últimos hombres de la implacable masificación del mercado.

Ésta fue, entre otras, una función primigenia de la comunidad teatral. No, el origen del teatro no fue religioso; el teatro inventó la religión.

El arte colectivo es también el emblema de la primera comunidad y fue en ella donde brotó por primera vez el sueño democrático.

Para concluir sin agresión ritual pero también sin apología, diré que he podido vivir el privilegio de lo que el teatro ha hecho de mí.

Fuera de sí, buscándose en los otros, vivo sin vivir en sí; el hombre de teatro aumenta el mundo con las personalidades ficticias que crea, las que lo van haciendo ser el que es, hasta que ese ser múltiple, instantáneo y diverso se convierte en la forma natural de su espíritu. Así será mejor aquel artista teatral que pierde la propia personalidad para llegar a ser únicamente el punto de reunión de una pequeña humanidad solo suya y de la que los demás, secretamente, quisiéramos llegar a formar parte.

IDEA DEL TEATRO-

ORTEGA Y GASSET

(FRAGMENTO)


¿Qué es la cosa Teatro? La cosa Teatro, como la cosa hombre, es muchas, innumerables cosas diferentes entre sí que nacen y mueren, que varían, que se transforman hasta el punto de no parecerse a primera vista, nada una forma de la otra. Hombres eran aquellas criaturas reales que sirvieron de modelo a los enanos de Velásquez y hombre era Alejandro Magno, que se ha sido el pecegao (del portugués coloquial, buen mozo) de toda la Historia. Por lo mismo que una cosa es siempre muchas y divergentes cosas, nos interesa averiguar si al través y en toda esa variedad de formas no subsiste, más o menos latente, una estructura que nos permita llamar a innumerables y diferentes individuos “hombre”, a muchas y divergentes manifestaciones, “teatro”.

Esa estructura que bajo sus modificaciones concretas y visibles permanece idéntica es el ser de la cosa. Por tanto, el ser de una cosa está siempre dentro de la cosa concreta y singular, está cubierto por ésta, oculto, latente. De aquí que necesitamos des-ocultarlo, descubrirlo y hacer patente lo latente. En griego, estar cubierto, oculto, se dice lathein, con la misma raíz de nuestro latente y latir. Decimos del corazón que late, no porque pulse y se mueva, sino porque es una víscera, porque es lo oculto o lo latente dentro del cuerpo. Cuando logramos sacar claramente a la luz el ser oculto de la cosa decimos que hemos averiguado su verdad. Por lo visto, averiguar significa adverar, hacer manifiesto algo oculto, y el vocablo con que los griegos decían “verdad” – aletheia- resulta significar lo mismo: a equivale a des; por tanto, aletheia es des-ocultar, des-cubrir, des patentizar. Preguntarnos por el ser del Teatro, equivale, en consecuencia, a preguntarnos por su verdad. La noción que nos entrega el ser, la verdad de una cosa es su idea. Vamos a intentar hacernos una Idea del Teatro, la Idea del Teatro.

Puede el hombre quitarse la vida, pero si vive –repito- no puede elegir el mundo en que vive. Este es siempre el de aquí y el de ahora. Para sostenernos en él tenemos que estar haciendo siempre algo. De aquí provienen los innumerables haceres del hombre. Porque la vida, señores da mucho que hacer. Y así el hombre hace su comida, hace su oficio, hace casas, hace visitas de médico, hace negocios, hace ciencia, hace paciencia, es decir, espera, que es “hacer tiempo”; hace política, hace obras de caridad, hace…que hace y se hace…ilusiones. La vida es omnímodo hacer. Y todo ello en lucha contra las circunstancias y porque está prisionero en un mundo que no ha podido escoger. Este carácter que tiene cuanto nos rodea de sernos impuesto, queramos o no, es lo que llamamos “realidad”. Estamos condenados a prisión perpetua en la realidad o mundo. Por eso es la vida tan seria, tan graves, es decir, tiene peso, nos apesadumbra la responsabilidad inalienable que de nuestros er, de nuestro hacer constantemente tenemos.

Por eso cuando alguien preguntaba a Baudelaire dónde prefería vivir, con un gesto de dandysmo displiciente que era, según es sabido, su religión, respondió: “¡ En cualquier parte, en cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!”

Con ello daba a entender Baudelaire lo imposible. El Destino tiene el hombre irremediablemente encadenado a la realidad y en lucha sin tregua con ella. Es imposible la evasión. El tener que hacerse su vida y decidir en cada instante con su exclusiva responsabilidad lo que va a hacer es como si tuviese que sostenerla a pulso. Por eso la vida esta llena de pesadumbre. A una criatura así, el Hombre, cuya condición es tarea, esfuerzo, seriedad, responsabilidad, fatiga y pesadumbre, le es inexcusablemente necesario algún descanso. ¿Descanso de qué? ¡Ah, claro está! ¿De qué va a ser? De vivir o, lo que es igual, de “estar en la realidad”, naufrago en ella.

Esto es lo que irónicamente quería decir Baudelaire: que el hombre necesita de cuando en cuando evadirse del mundo de la realidad, que necesita escapar. Hemos dicho que esto es imposible en un sentido absoluto. Pero, ¿no será, e algún sentido menos absoluto, posible? Más para irse en vida de este mundo sería menester que hubiese otro (el otro mundo de la religión no hace caso. porque para irse a él es preciso ante todo morirse y aquí se trata de transmigrar en vida) Y si ese otro mundo es otra realidad, por muy otra que sea, será realidad , contorno impuesto, circunstancia premiosa. Para que haya otro mundo a que mereciera la pena irse sería preciso, ante todo, que ese otro mundo no fuese real, que fuese un mundo irreal. Entonces estar en él, ser en él equivaldría a convertirse uno mismo en irrealidad. Esto sí sería efectivamente suspender la vida, dejar un rato de vivir, descansar el peso de la existencia, sentirse aéreo, etéreo, ingrávido, invulnerable, irresponsable, in-existente.

Por eso, señores, la vida, el Hombre se ha esforzado siempre en añadir a todos sus haceres impuestos por la realidad el más extraño y sorprendente y hacer, un hacer, una ocupación que consiste precisamente en dejar de hacer todo lo demás que hacemos seriamente. Este hacer, esta ocupación que nos libera de las demás es…jugar. Mientras jugamos no hacemos nada –se entiende, no hacemos nada en en serio. El juego es la más pura invención del hombre; todas las demás le vienen, más o menos, impuestas y preformadas por la realidad. Pero las reglas de un juego –y no hay juego sin reglas- crean un mundo que no existe. Y las reglas son pura invención humana. Dios hizo al mundo, este mundo; bien, pero el hombre hizo el ajedrez –el ajedrez y todos los demás juegos. El Hombre hizo, hace… el otro mundo , el verdaderamente otro, el que no existe, el mundo que es broma y farsa.

El juego, pues, es el arte o técnica que el hombre posee para suspender virtualmente su esclavitud dentro de la realidad, para evadirse, escapar, traerse a sí mismo de este mundo en que vive a otro irreal. Este traerse de su vida real a una vida real imaginaria, fantasmagórica es dis-traerse. El juego es distracción. El hombre necesita descansar de su vivir y para ello ponerse en contacto, volverse a ó verterse en una ultravida. Esta vuelta o versión de nuestro ser hacia lo ultravital e irreal es la diversión. La distracción, la diversión es algo consustancial a la vida humana, no es un accidente, no es algo de que se pueda prescindir. Y no es frívolo, señores, el que se divierte, sino el que cree que no hay que divertirse. Lo que, en efecto, no tiene sentido es querer hacer de la vidas toda puro divertimiento y distracción, porque entonces no tenemos de qué divertirnos, de qué distraernos. Noten ustedes que la ideas de diversión supone dos términos: un terminus a quo y un terminus ad quem –aquello de que nos divertimos y aquello con que nos divertimos.

He aquí por qué la diversión es una de las grandes dimensiones de la cultura. Y no puede sorprendernos que el más grande creador y disciplinador de cultura que jamás ha existido, Platón ateniense, hacia el fin de sus días se entretenga haciendo juego de palabras con el vocablo griego que significa cultura pa?de?a (paideia) y el que significa juego, broma, frase pa?d?a (paidia) y nos diga, en irónica exageración, ni más ni menos, que la vida humanas es juego y, literalmente, añada “que eso que tiene de juego es lo mejor que tiene”. No es de extrañar que los romanos viesen en el juego un dios a quien llamaron sin más “Juegos”, Lupus, a quien hicierón hijo de Baco y que consideraban -¡miren ustedes que casualidad!- fundador de la raza lusitana

El juego, arte o técnica de la diversión, al ser todo un lado de la humana cultura, ha creado innumerables formas de distraerse y esa formas están jerarquizadas de las menos a las más perfectas. La forma menos perfecta es el juego de naipes; el bridge, por ejemplo, donde durante horas y horas anulan su feminidad las mujeres de nuestro tiempo –sea dicho para deshonor de nosotros los varones. La forma más perfecta de la evasión al otro mundo son las bellas artes, y si digo que son la forma más perfecta de juego evasivo no es por ningún convencional homenaje, no es porque yo sienta lo que hace muchos años llamé “beatería cultural” ni esté dispuesto a ponerme de rodillas delante de las bellas artes por muy artes que sean o por muy bellas que parezcan, sino porque consiguen, en efecto, libertarnos de esta vida más eficazmente que ninguna otra cosa. Mientras estamos una novela egregia pueden seguir funcionando los mecanismos de nuestro cuerpo, pero eso que hemos llamado “nuestra vida” queda literal y radicalmente suspendida. Nos sentimos dis-traídos de nuestro mundo y trasplantados al mundo imaginario de la novela.

Pues bien, lo que constituye la cima de esos métodos de evasión que son las bellas artes, aquello que más completamente han permitido al Hombre escapar de su penoso destino, ha sido el teatro en sus épocas de “ser en forma” –cuando por coincidir con su sensibilidad actor, escena y poeta conseguía ser plenamente arrebatado por la gran fantasmagoría del escenario. En nuestro tiempo esto no acontece; ni la escena, ni el actor, ni el autor se hallan a la altura de nuestros nervios, y la mágica metamorfosis, la prodigiosa transfiguración no suelen producirse. Nuestro Teatro actual no está a la page de nuestra sensibilidades y es la ruina del teatro. Pero en esas épocas a que el principio me referí, generaciones y generaciones de hombres han logrado durante muchas horas de su vida, merced al divino escapismo que es la farsa, la suprema aspiración del ser humano: Han logrado ser felices.

MEYERHOLD


MEYERHOLD - MAIAKOVSKI

A partir de 1919, año en el que Meyerhold y Maiakovski se encuentran, y el primero pone en escena El misterio bufo», las grandes realizaciones del teatro ruso posrevolucionario quedan abiertas. «El director de escena adquiere una total libertad; se convierte en coautor y transforma el texto de la pieza, digamos, en conformidad con las necesidades revolucionarias» (24) . El esteticismo de Tairov encuentra aquí marco apropiado para sus experiencias formales. Aprovechando la gran floración de pintores cubistas y constructivitas, llama a su lado a A. Ekster, quien le realiza los decorados de Salomé, de Wilde (1917), y Romeo y Julieta» (1921). Tairov afirma que «el momento en que concluye el trabajo preliminar del director en la elaboración de la puesta en escena necesaria para la representación, es el de la atmósfera escénica en la que el actor debe vivir y obrar-(25). Para la creación de esta atmósfera que -libere el actor de su aplasta- miento y le conceda el espacio necesario para expresar libremente su arte» (26), Tairov propone una construcción escénica que devuelve su triple dimensión en el espacio al cuerpo del actor. Esta construcción podrá pasar, mediante la inclusión de niveles distintos, de la esfera de la construcción horizontal a la de la construcción vertical. Este principio se refleja con bastante claridad en la escenografía de Ekster para -Romeo y Julieta- o la de Vesmin para -El hombre que fue jueves-. En ambas la verticalidad preside el diseño y determina, en su sección de planos horizontales, una multiplicación de las áreas de juego y lugares de la acción, con la consiguiente ampliación del espacio escénico que queda inscrito, según Tairov, en la esfera. -La construcción horizontal y vertical crea en el escenario una serie de formas.

¿Cuáles deben ser estas formas? Pienso que en adelante no deba ya afirmarse que toda construcción escénica debe ser tridimensional../../ Tairov, como -diletante- -acusación que Meyerhold le lanzó con toda violencia- no desarrolla una línea de evolución coherente. Sus escenógrafos, además de Ekster y Vesmin, Ferdinandov, Jakulov, V. y G. Stemberg, se adaptan a la moda y este deseo de -estar a la moda. es lo que dejó al descubierto tantas veces la falta de raíz de su trabajo teatral. Vagtangov, discípulo de Stanislavski, educado en la escuela del -realismo psicológico-, es por el contrario uno de los mejores ejemplos de coherencia teatral. Todas sus realizaciones siguen en su maduración el camino riguroso que el maestro mostró a sus discípulos como método de trabajo. Es 42 y obrar- (25). Para la creación de esta atmósfera que - libere el actor de su aplasta- miento y le conceda el espacio necesario para expresar libremente su arte» (26), Tairov propone una construcción escénica que devuelve su triple dimensión en el espacio al cuerpo de¡ actor. Esta construcción podrá pasar, mediante la inclusión de niveles distintos, de la esfera de la construcción horizontal a la de la construcción vertical. Este principio se refleja con bastante claridad en la escenografía de Ekster para -Romeo y Julieta- o la de Vesmin para -El hombre que fue jueves-. En ambas la verticalidad preside el diseño y determina, en su sección de planos horizontales, una multiplicación de las áreas de juego y lugares de la acción, con la consiguiente ampliación del espacio escénico que queda inscrito, según Tairov, en la esfera. -La construcción horizontal y vertical crea en el escenario una serie de formas. ¿Cuáles deben ser estas formas? Pienso que en adelante no deba ya afirmarse que toda construcción escénica debe ser tridimensional../../ Tairov, como «diletante- -acusación que Meyerhold le lanzó con toda violencia- no desarrolla una línea de evolución coherente. Sus escenógrafos, además de Ekster y Vesmin, Ferdinandov, Jakulov, V. y G. Stemberg, se adaptan a la moda y este deseo de -estar a la moda. es lo que dejó al descubierto tantas veces la falta de raíz de su trabajo teatral. Vagtangov, discípulo de Stanislavski, educado en la escuela del -realismo psicológico-, es por el contrario uno de los mejores ejemplos de coherencia teatral.

Todas sus realizaciones siguen en su maduración el camino riguroso que el maestro mostró a sus discípulos como método de trabajo. Es interesante constatar como él, ajeno por su formación a las discusiones casi bizantinas sobre la renovación del concepto de espacio escénico y escenografía, ofreció en su espectáculo más importante, -La Princesa Turandot-, de Carlo Gozzi, uno de los ejemplos más interesantes de dislocación del plano horizontal en un área de juego quebrada y llena de posibilidades, en el que los altas y el subsuelo del escenario cumplían una función. La escenografía de Turandot, realizada por J. Nivinsky, Inspira- da en las realizaciones pictóricas de cubistas y futuristas, ubicada en una escena normal a la italiana, fue presidida por una serie de discusiones en las que Vagtangov expuso sus puntos de vista sobre el escenario como utensilio de trabajo: -Entre nosotros la noción de escenario es increíblemente arcaica. ¿Para qué tenemos necesidad de todos esos bastidores y pasillos? ¿Para disimular las paredes de ladrillos siempre sucias, con sus decorados, sus telones pintados y sus panoramas col- gados desde arriba? ¿No construiremos entonces nunca un teatro cuya embocadura de escena pueda abrirse? Por otra parte, no seria necesario para todas las realizaciones. ¿No podrían acaso desaparecer los de- corados debajo del escenario y volver a subir desde allí, ya armados? 'Y si son necesarias, poleas para los panoramas y los telones de fondo. Estoy seguro que se pueden hacer pasar las cuerdas y los cables que las accionan por el interior de las paredes laterales. Desde el punto de vista técnico, no es muy difícil. ¡Y cuántas posibilidades nuevas se abrirían para el arte teatral! Ya no tendríamos que pensar en esos malditos tapones, en esos trapos y en corno esconder las polvorientas diablas. Seguimos construyendo escenarios al es- tilo del siglo XVIII o del XVII.

¿No es vergonzoso? Imagino un escenario con paredes revestidas de piedras blancas y pulidas. Su embocadura sería tan móvil como sus laterales y si fuera necesario, el telón también interesante constatar como él, ajeno por su formación a las discusiones casi bizantinas sobre la renovación de¡ concepto de espacio escénico y escenografía, ofreció en su espectáculo más importante, -La Princesa Turandot-, de Carlo Gozzi, uno de los ejemplos más interesantes de dislocación de¡ plano horizontal en un área de juego quebrada y llena de posibilidades, en el que los altas y el subsuelo de¡ escenario cumplían una función. la escenografía de Turandot, realizada por J. Nivinsky, Inspira- da en las realizaciones pictóricas de cubistas y futuristas, ubicada en una escena normal a la italiana, fue presidida por una serie de discusiones en las que Vagtangov expuso sus puntos de vista sobre el escenario como utensilio de trabajo: *Entre nosotros la noción de escenario es increíblemente arcaica. ¿Para qué tenemos necesidad de todos esos bastidores y pasillos? ¿Para disimular las paredes de ladrillos siempre sucias, con sus decorados, sus telones pintados y sus panoramas col- gados desde arriba? ¿No construiremos entonces nunca un teatro cuya embocadura de escena pueda abrirse? Por otra parte, no sería necesario para todas las realizaciones. ¿No podrían acaso desaparecer los de- corados debajo de¡ escenario y volver a subir desde allí, ya armados? 'Y si son necesarias, poleas para los panoramas y los telones de fondo. Estoy seguro que se pueden hacer pasar las cuerdas y los cables que las accionan por el interior de las paredes laterales.

Desde el punto de vista técnico, no es muy difícil. ¡Y cuántas posibilidades nuevas se abrirían para el arte teatral! Ya no tendríamos que pensar en esos malditos tapones, en esos trapos y en como esconder las polvorientas diablas. Seguimos construyendo escenarios al estilo del siglo XVIII o del XVII. ¿No es vergonzoso? Imagino un escenario con paredes revestidas de piedras blancas y pulidas. Su embocadura sería tan móvil como sus laterales y si fuera necesario, el telón también desaparecerá por completo hacia los laterales. Los decorados armados debajo del escenario subirán automáticamente, con los muebles, los accesorios y el equipo eléctrico. Aparecerán sobre un escenario limpio y brillante; o bien el escenario estará sumido en la oscuridad y toda la luz viniendo de artefactos disimulados se concentrará sobre una habitación, una isba o un salón de baile (27).»

notas 
(24) Nina Gourfinkel: -Shakespeare sur la sc5ne russei, en Revue d'Hlstoire du théatre, enero-marzo, p. 43, París, 1965. 
(25) -La atmósfera escénica., A. Tairov, en In Vease, núm. 3, 1922. Recogido en la revista Ras- segna Soviética, núm. 4, octubre- diciembre 1965, página 117, Rarna-Milán; texto traducido por G. Crino. Volumen dedicado al estudio de la labor escénica de Stanislavski, Meyerhold, Vagtangov, Tairov y el Proletkult. 
(26) A. Tairov, art. cit., p. l18. 
(27) Meyerhold escribió a propósito: Algo más horrible todavía es, a nuestro parecer, lo que Tairov dice en el capítulo dedicado al público (Notas de un director, Tairov, p.85 Ediciones del Teatro Kamerny de Moscú, 1921). Si puede salirse de un callejón sin salida, sustituyendo a la escenografía Exter por el escenógrafo Vesnin o más bien por Jakulov, nos distanciaremos completamente de nuestro tiempo si afirmamos que el arte teatral puede pasarse también sin espectadores, que el espectador no es un impulso indispensable para el actor, que no hay ninguna necesidad de suprimir la candilejas etc. (Contra Tairov en obras completas de Meyerhold, tomo II. Selección, prólogo y notas de A Fevranski, p.42 Moscú, 1968)

LA GRESION RITUALIZADA


LA AGRESION RITUALIZADA I.

Patricia Cardona

La percepción del espectador

Me preocupa Ia amnesia del espectador contemporáneo. En un libro anterior, Anatomía del crítico, su­gerí lo mismo. Ahora de­sarrollo el tema con mayor precisión. El seminario La percepción del espec­tador que impartió dentro del Centro de Investigación y Documentación de la Danza "José Limón”, me ha permiti­do abordar el tema y entender cuando es que una obra escénica pasa a la historia, o por el contrario, se pierde en la noche de la indiferencia. Ahora sé en que consiste la amnesia de lo que es de por si efímero. Tiene que ver con la organización del impulso vital.

El seminario me ha permitido ob­servar los distintos niveles de comuni­cación escénica a partir de su efectividad. He comprobado que la ex­presión corporal, como uno de los me­dios más veloces de contacto con el otro, tiene un primer ejemplo de eficacia en la gestualidad del reino animal. Esta es una definitiva manifestación de claridad y congruencia, de precisión y credibilidad. Las reglas de su compor­tamiento están regidas por el instinto. No hay posibilidad de arrepentimientos o acusaciones. El orden está dado desde su estructura genética.

De la conducta animal los hombres del teatro y de la danza han partido para la elaboración de que lenguajes escéni­cos, Han tomado los mecanismos que hoy constituyen las técnicas de entrenamiento para despertar en el cuerpo del bailarín/actor la destreza y precisión de una gacela, un delfín, un águila sobrevolando su territorio. Han tomado los principios que determinan una presencia física a partir de la organización de las energías corporales. Han entendido que la plenitud del significado de sus acciones está en un cuerpo habitado por impulsos que determinan la sobrevivencia de la especie. De ahí la preci­sión la eficacia, la inmediatez de la comunicación entre individuos de una u otra especie en momentos de alta peli­grosidad.

Los mismos principios de eficacia, trasladados al bailarín/actor garantizan la claridad de los contenidos registra­dos en su presencia física, En niveles muy primarios de elaboración escénica, como en los más complejos y sofisticados, tales mecanismos están presentes si de hecho existe una comunicación ve­loz.

Conforme ascendemos en la escala de complejidad escénica comprobamos que las energías corporales y mentales se alimentan de los impulsos de sobre­vivencia, sólo que transmutados, transformados según el nivel de conciencia y visión estética del coreógrafo o direc­tor de escena. Es como si las energías del pensamiento se apropiaran de las fuentes nerviosas de los impulsos vitales para adquirir mayor presencia y vigor. La alquimia secreta de la vida escénica puede trasformar el cobre en oro.

En los estados más primitivos del trabajo escénico los impulsos primarios son fácilmente reconocibles. Por el con­trario; aquellas obras que acentúan los valores psíquicos, tanto como los espi­rituales, absorben las pulsiones de vida y defensa de la vida hasta convertirlas en fuerzas sumergidas. Sin embargo. en cada uno de los niveles del quehacer escénico en el que está presente la eficacia de la comunicación debe partirse de la organización de los impulsos estratégicos. Son la razón detrás de las acciones, detrás de la palabra hablada o escrita.

Entendemos por impulsos el estí­mulo nervioso que induce a la acción para satisfacer una necesidad, que pue­de ser física, emocional, como psíquicas y/o espiritual.

La necesidad imprime en el anima!, como el bailarín/actor un estado de alerta indispensable para despenar energías orgánicas (organizadas) en una reacción de alta tensión. Esto acre­cienta la presencia física. Esto fascina, sostiene la atención del espectador.

La naturaleza nos dice, a través del comportamiento animal, que sólo en momentos de confrontación cargan energías que de otro modo permane­cen dormidas. La necesidad es, por tan­to un estado de alerta; al ser satisfecha perpetúa la existencia de la especie. La necesidad trae implícitos los mecanis­ mos para la sobrevivencia física, emo­cional y espiritual.

Ahora entendemos el origen de la palabra danza: tanz que significa ten­sión. Esta sólo se da en el enfrentamien­to.

En la dramaturgia teatral se ha re­currido al conflicto para provocar el mis­mo estado de alerta.

Es indispensable aclarar que la noción de conflicto no necesariamente tie­ne que ser anecdótica o narrativa. Puede desarrollarse un conflicto temá­tico implícito, una lucha de fuerzas con­trarias, de impulsos impuestos que despiertan en el organismo del baila­rín/actor ese deseable, mejor diría in­dispensable estado de conciencia.

Así, en la contención dinámica co­mo en b explosión de las energías físicas y mentales; en la introversión, como en la extroversión de los lenguajes es­cénicos el conflicto es la raíz de la vita­lidad, presencia, seducción del bailarín/actor. Determina la vida o muerte de su credibilidad escénica. El foro es un espacio de lucha por la so­brevivencia interpretativa.

Los mecanismos de la naturaleza trasladados al escenario, son instru­mentos para la resistencia y el aplomo del intérprete. Su cuerpo entrenado para la destreza, habitado por la nece­sidad y los impulsos emocionales es or­ganizador de contenidos que provienen de una visión del mundo; es un cuerpo preparado para la batalla.

Actualmente abundan los cuerpos deshabitados de impulso, desprotegidos. Son como cascarones quebradizos con pocas armas para defender su te­rritorio o el derecho a la vida escénica.

Por otro lado, el espectador tiene la necesidad biológica -no intelectual­ de una organización que reúna los ele­mentos que van a estimular su percep­ción. Las energías corporales, los impulsos emocionales y los contenidos mentales, debidamente controlados y dirigidos no sólo provocan un placer orgánico, una sensación de bienestar en el cuerpo del espectador, sino que le permitirán hacer varias lecturas se­gún los niveles de organización.

Es usual que los coreógrafos se concentren en un sólo aspecto: encadenen movimientos empobreciendo la posibi­lidad de otras lecturas, limitando el in­terés del espectador. Puede darse el caso de presentar escénicamente una organización de energías corporales sin referencias emocionales o temáticas. Hay si otro extremo; exhibir una agita­ción emocional desordenada sin el aco­modo necesario que la haga asimilable a los ojos del espectador. Existe el de­seo, por otra parte, de una organización perfecta, intelectual, de significados y materiales constructores pero sin los elementos emocionales que pasen por el cuerpo para estimular vitalmente la percepción.

Lo anterior se traduce en el persist­ente agotamiento de la atención del es­pectador que va reduciendo al mínimo su interés. Es decir, al primer intento de lectura, se agotan los contenidos. No hay más que descubrir. Se aburre.

En cambio aquellas obras constituidas con suficientes recursos; detalles, significados y elementos corporales, al permitir lecturas continuas y/o simultáneas, interesantes , tanto del cuerpo como de la mente del bailarín/actor, difícilmente agotarán la atención del espectador. Por lo tanto despertarán su fascinación y esto se convertirá de inmediato en el cómplice que la danza y el teatro necesitan para sobrevivencia en la historia de la cultura.

Para concluir, el estudio del com­portamiento animal me ha permitido encontrar un lenguaje directo, científi­co y objetivo para trasladar conceptos operativos sobre el arte escénico al cuer­po del bailarín actor. Esta terminología no solo reduce el número de confusio­nes en la transmisión de la enseñanza sino que acelera e! proceso de aprendizaje. Impide, además la especulación gratuita y la retórica impenetrable de muchos investigadores de las artes es­cénicas. Pretendo, por unto, llamar a las cosas por su propio nombre para acercar el pensamiento a la acción, para materializar la idea sin riesgo de perder­nos en el ingenio a lado del vocablo aca­démico, tan alejado del proceso vital y orgánico del bailarín/actor.

Como periodista he aprendido que uno de los instrumentos más imprecisos de expresión es la palabra hablada y escrita. Como investigadora he llega­do a la conclusión de que la maestría en el manejo de la precisión por lo tanto de la comunicación está en el comportamiento animal.

Esta maestría es la que los especta­dores le pedimos al bailarín/actor para expresar los más altos valores del pensamiento y del espíritu. Sin embargo, antes habría que pedírsela a los maestros. En este camino andamos y es por ellos indispensable que la terminología de la etología (ciencia que estudia el comportamiento animal) sea incorporada a la enseñanza de las verdades básicas de la naturaleza, y por lo tanto, a la formación del artista escénico.

LA AGRESIÓN RITUALIZADA II.

Por Patricia Cardona (México)

En el mapa de comportamientos programados, de la naturaleza animal y humana, el que contiene mayor numero de elementos para las artes escénicas es el defensivo. En etología se le conoce como agresión ritualizada. Contiene un tipo de expresión corporal y estrategia defensiva tan elocuente en cuanto a su intención dramática que podemos encontrar en la agresión ritualizada el origen genético del comportamiento teatral en la naturaleza. Además, es el preámbulo a la lucha franca o competitiva donde se define el desenlace del enfrentamiento.

En este ritual que se desarrolla alrededor del conflicto dramático y determinará la jerarquización del status entre dos contrincantes ya sea en defensa de un territorio, de la hembra, la cría o una presase pretende, inicialmente, provocar la huida del más débil. Los cuerpos se dilatan: las orejas se empinan, se muestran los dientes, se ensancha el cuello, se levanta la cola, sueltan la orina, lanzan gruñidos que atemorizan y recuerdan una posición marcial. La mirada desafía a la del enemigo. Todo está estratégicamente concebido para agigantar la presencia física o intimidar al contrincante. Es una forma de dominio inicial que se asemeja al dominio que el bailarín/actor debe ejercer sobre el espectador dilatando, igualmente, su presencia física por medio de su energía interna.

La confrontación ritualizada tiene dos salidas: el sometimiento del más débil o la decisión a la Iucha franca donde la expresión corporal ya implica otro tipo de eficacia, precisión y dominio de todas las energías estratégicas. Es la lucha agonística o de competencia cuyo desenlace, asimismo, tiene una vencido y a un vencedor. Hay un lenguaje corporal exaltado, un tiempo y un espacio determinados, el uso del sonido intimidatorio que se resuelve en el reconocimiento dc imposibilidad del más débil.

La agresión ritualizada y la lucha franca organizan la expresión corporal del animal de tal forma que los impulsos de sobrevivencia. Ni siquiera en la conquista de la hembra o del macho para la reproducción hay un despliegue tal de energías corporales, determinantes para la continuidad de la especie. El mensaje, por tanto, es captado en cuestión de segundos. No hay espacio para la duda. Todo lo dirige el instinto, la necesidad, el impulso.

Las acciones humanas que impactan por su credibilidad vienen igualmente de la necesidad y del impulso de los protagonistas. Mientras no interfiera la duda y la confusión el mensaje transmitido se capta en cuestión de segundos. En el foro, la comunicación con el espectador es tan veloz como en la agresión ritualizada y la lucha franca. Un conflicto dramático exalta los instintos de sobrevivencia, provocando en el bailarín/actor un estado de alerta distinto al cotidiano.

Uno de los movimientos artísticos más fuertes en la historia del arte ha sido el expresionismo de principios de siglo. Su origen: el enojo contra una sociedad en crisis y deshumanizada, y la angustia por engendrar al hombre nuevo. El fundamento es un colapso económico y social.. El momento es apocalíptico. El impulso por la sobrevivencia es feroz. Las obras de arte muy convincentes y duraderas tienen su origen en propuestas de alta tensión. Son vehículos del hombre para aferrarse a la vida cuando sus cimientos se resquebrajan.

Entre los impulsos de vida y defensa contra la muerte hay una agresión ritualizada. Los artistas del expresionismo trataron de impedir una guerra mundial. No pudieron. El expresionismo alemán generó una estética del cuerpo de impactante emotividad. Dilatación exacerbada de los gestos reflejaron un pensamiento igualmente exacerbado. La presencia física del bailarín / actor manejó hasta sus últimas consecuencias el conflicto de las energías corporales. Tensión estructural, cambios de dinámica, contrastes continuos, manejo del equilibrio precario, del énfasis, transformaciones permanentes y sorpresivas del tono muscular contaron historias espléndidamente elocuentes.

Recuérdese La mesa verde de Kurt Jooss. La lucha por la sobrevivencia es el primer teatro del mundo. Si resumiéramos la historia de la humanidad en una frase, diríamos que es: "quien se come a quién". Agresión ritualizada. Dominio de la territorialidad, jerarquización del status, poder para la conquista del alimento, de la hembra, del liderazgo. El hombre vive una permanente agresión ritualizada. Su vestimenta, sus armamentos, sus instrumentos de dominio, medios masivos de comunicación, economía, diplomacia son semejantes a la estenografía, los accesorios y maquillaje con que el bailarín/actor se defiende frente a la mirada inquisidora y muchas veces amenazadora del espectador.

En algunas ocasiones gana el bailarín/actor. En otras, el espectador; pero su victoria es amarga. Porque nada cambió en él. Nunca fue provocada su vulnerabilidad.Ambos salen vencedores cuando el impulso del primero penetra en el impulso del segundo y se establece una corriente de fuerzas electromagnéticas que movilizan la fibra emocional y la estructura del pensamiento del espectador. Entonces surgen los momentos de iluminación. Entonces se aclara el día. Se da la experiencia estética. Es una danza compartida entre el foro y la butaca. El espectador se convierte, también en el organizador de sus impulsos. Se vuelve creador. . . Por medio de la catarsis moviliza internamente la agresión no ejercitada o el erotismo anestesiado. Descubre los túneles de su psiquis y tal vez hasta pueda llegar a reconocer una mística subyacente en su interior, si es que la tenía reprimida.

La agresión ritualizada y la lucha franca contienen los elementos que sientan las bases de Ia organización para la percepción escénica: estructura dramática y control de la energía muscular para incrementar la presencia física del bailarín / actor. Proporciona también los mecanismos que el ser humano ha desarrollado en técnicas universales de entrenamiento. La forma como el tigre practica la cacería es un claro ejemplo. Primero se desliza suavemente por las praderas, procurando ocultarse tras la vegetación que puede utilizar como camuflaje. Observa sigilosamente a su presa. Puede ser un venado. La mirada nunca se distrae. Espera el momento oportuno para el ataque. Mientras tanto, todo su cuerpo sostiene un máximo estado de alerta. Es un cuerpo en tensión. El impulso de lanzamiento sobre la presa es contenido hasta que el venado se encuentra más expuesto y vulnerable. Y en ese momento suelta la tensión y desarrolla la velocidad del vuelo para regresar, nuevamente a la contención. Este es el motor de las técnicas orientales para el teatro, la danza y las artes marciales. En Occidente, tanto Marta Graham como sus contemporáneos utilizaron et cuerpo dentro de este orden de fuerzas. Las técnicas por tanto, despiertan estrategias naturales que pasan desapercibidas en la vida cotidiana. Organizan impulsos y acondicionan al cuerpo para responder de manera inmediata y decidida. Como el tigre de escena.

Inspiradas en el comportamiento animal, las técnicas llevan los impulsos naturales a: concienciar estados de tensión/ oposición; en movimiento continuo, (transformación permanente del tono muscular); a captar niveles cualitativos de energía (cambios de dinámica); a diferenciar simetría de asimetría; a manejar el equilibrio precario de suspensión, además de rescatar el comportamiento impredecible y sorpresivo de la vida natural. Estos son, por tanto, así como la solidez estructural los que activan la percepción del espectador. El juego de contrastes, de ritmos dinámicos, equilibrios y transformaciones mantiene su estado de alerta; atrapa su atención. Además junto con Ia tensión dramática o estructural, estimulan la memoria del espectador. Constituyen un golpe de fuerza emocional que se introduce en los impulsos del espectador, orientándolos.

Esta sintonía de chispazos hace milagros. Puede regenerar las fuerzas de un organismo agotado. Puede encaminar vocaciones. La tensión estructural revive los poderes potenciales. Recordemos la guerra contra Irak fue percibida por los habitantes del mundo como un montaje televisivo de tensión estructural de monstruosas proporciones. Lo mencionó como ejemplo extremo del juego de oposiciones donde todos los impulsos físicos, psíquicos y espirituales del espectador fueron activados al máximo. Es también un claro ejemplo de la agresión ritualizada contemporánea

EL INSTINTO TEATRAL

EL INSTINTO TEATRAL

Nicolás Evreinov.

Primera Parte.

(Nota del compilador: el pensamiento evolucionista del autor se hace sentir en expresiones como “salvaje”, “primitivo”, no obstante, sus reflexiones se presentan como de avanzada si se toma en cuenta el año de su escritura, es decir, hacia el año 1910.)

¿Cuáles son las bases psicológicas de nuestro amor por el teatro? ¿Cuáles son los sentimientos en que se fundamentan? Los historiadores y los estetas han respondido que el teatro surgió de las ceremonias religiosas y de los ritos, y que fué en un principio, por decirlo así, un derivado del sentimiento religioso. Igualmente se ha dicho, que los orígenes del teatro tienen alguna relación con las tendencias coreográficas del hombre primitivo, que se confunden con la aspiración general del alma humana hacia las formas estéticas, las imágenes, etc. Ello no me impide mantenerme en mi opinión de que todas estas explicaciones han de ser rechazadas y olvidadas,

El hombre posee un instinto de inagotable vitalidad acerca del cual ni los historiadores, ni los psicólogos, ni los estetas, jamás dijeron la menor palabra hasta ahora. Me refiero al instinto de transfiguración, el instinto de oponer a las imágenes recibidas desde afuera, las imágenes arbitrarias creadas desde dentro; el instinto de transmutar las apariencias ofrecidas por la naturaleza, en algo distinto. En resumen, un instinto cuya esencia se revela en lo que yo llamaría “teatralidad”.

Si, en tanto seguía siendo tributario de este instinto, el hombre ha ignorado durante mucho tiempo su existencia, ello nada prueba, porque en la evolución del ser humano el momento en que adquirimos conciencia de un sentimiento está necesariamente distanciado por siglos del momento en que este ha nacido.

Es cierto que la mayoría de las manifestaciones de este instinto, no han escapado a la mirada vigilante de la ciencia. Pero ésta, siempre presurosa por clasificar los fenómenos, los ha catalogado, sin vacilación alguna, dentro de la categoría estética.

El instinto de teatralización en el hombre, el honor de cuyo descubrimiento reivindico, puede encontrar su mejor definición en el deseo de ser “otro”; de cumplir algo “diferente”; de crear un ambiente que se “oponga” a la atmósfera cotidiana. He aquí uno de los principales resortes de nuestra existencia y de lo que llamamos progreso, cambio, evolución, desarrollo en todos los dominios de la vida. Todos hemos nacido con este sentimiento en el alma, todos somos seres esencialmente “teatrales”. En lo referente a este aspecto, un hombre culto poco difiere de un salvaje, y un salvaje de un animal.

La teatralidad es pre-estética, es decir más primitiva y de un carácter más fundamental que nuestro sentido estético. Sería ridículo hablar de la estética de un salvaje; no se puede concebir a un salvaje gozando de lo “bello por lo bello”. Empero, posee seguramente el sentido de la teatralidad, y como consecuencia, el arte teatral es esencialmente diferente de todas las demás artes.

Cuando yo era aún muy niño, ya sabía distinguir por instinto el arte policéfalo, el cual es estético, del arte monocéfalo, que es teatral. Cuando me cubría con la capa de mi padre y me ponía anteojos negros, imitando la voz ronca y terrorífica de un intruso para asustar a los sirvientes, tratábase de teatro. Empero cuando me entregaba con pasión al dibujo o a la música, tratábase de arte.

En aquella época me hubiese sorprendido mucho si me hubieran dicho que trataba de la misma cosa. ¿y cómo poder afirmarlo? En el primer caso, el del teatro, lo que más trato es de ser diferente de lo que soy en realidad; en el segundo caso, el del arte, y que es exactamente lo opuesto al primero, busco descubrirme a mi mismo, manifestar mi ser interior bajo la forma más sincera de que soy capaz. ¿Qué hay de común entre ésta y aquélla? ¿Es ésta la fuerza creadora? Claro que, generalizando de este modo, arriesgamos hacer entrar en la misma categoría el nacimiento de un niño y la confección de un ataúd. ¿Es esto un deleite estético? Pero en mis mascaradas infantiles difícilmente se puede suponer un deseo de deleite estético.

El arte del teatro es pre-estético, y no estético, por la sencilla razón de que la “transformación” –esencia misma del arte teatral-, es más primitiva, más fácil de realizar que la “formación”, la cual es la esencia de las artes estéticas. Creo que en el principio de la historia de la cultura humana, la teatralidad hizo el papel de una especie de pre-arte. Se ha de buscar el origen de todas las artes en el sentimiento de la teatralidad del hombre primitivo y no en su sentido utilitario. Cuando un salvaje se agujerea la nariz, pasando por el agujero un hueso de ballena, no lo hace con el propósito de espantar a sus enemigos o para producir mayor efecto en la guerra, sino por la alegría pura de la autotransfiguración. ¿Acaso no es emocionante que en las cavernas de los hombres primitivos, en lugar de arado i utensilios de la vida doméstica o armas, la antropología descubriera pulseras, collares, trozos de conchas y otros implementos de la mascarada prehistórica? ¿Y no es acaso típico que las mujeres indígenas de la costa oeste africana por un botón entregarían su honra con el corazón ligero, porque el brillo del botón constituye un auténtico valor teatral, cuando ni mirarían una buena pieza de tela que podría cubrir la desnudez de su cuerpo?

Que el efecto teatral tiene para el hombre salvaje mayor importancia que su propio bienestar físico, se puede evidenciar del incidente que viene a continuación: para vengar la muerte de Cook en Hawai, los ingleses prendieron fuego aun cierto número de aldeas indígenas. Los habitantes de estas aldeas fugaron, pero apenas encontrándose fuera del peligro, se detuvieron sobre el puente y galvanizados por el imponente espectáculo de las llamas devorando sus viviendas, se pusieron a lanzar gritos de entusiasta admiración: “¡Oh, maravilla!” He aquí gente que no sólo podría hallarle justificativo a Cook, sino que hasta al mismo Nerón, quien consideraba que Roma en llamas era un espectáculo más digno de interés que una Roma cuidando con indolencia sus tesoros roídos por los siglos.

Tan sólo la ceguera y los prejuicios impiden reconocer cuánta teatralidad existe entre los salvajes. Considerad el tatuaje, las perforaciones en la piel, los labios o los dientes, donde colocan plumas, anillos, trozos de cristal, de metal y de madera: prácticas como las de desplazar los incisivos, arrancar el cabello, deformar el cráneo y los pies, estas evidentes manifestaciones de la manía de transfiguración ¿no pertenecen acaso a la teatralidad de la más pura especie?

El instinto de teatralidad es potente sin duda alguna. Impulsa al salvaje de igual modo que el hambre, el apetito sexual o el amor. El cínico proverbio “buscad la mujer”, puede muy bien ser remplazado por “buscad el teatro”, pues la historia de la especie humana se halla saturada de este instinto. El salvaje frecuentemente está dispuesto a entregar su vida por la alegría de llegar a ser diferente de lo que es en realidad. Para teatralizar su cuerpo, el indígena de Borneo práctica más de 90 profundas incisiones en su piel. Se halla inundado de su propia sangre; sus sufrimientos intensificados por el calor tropical y por los insectos que infestan sus heridas, son terribles. Para que las cicatrices sean suficientemente prominentes y debidamente visibles, las heridas permanecen durante mucho tiempo abiertas por medio de cortes suplementarios y otras medidas bárbaras. Según Darwin, la cruel operación necesita a menudo varios años para llegar a su perfección y frecuentemente se termina por un envenenamiento de la sangre y una muerte horrible. No obstante, el indígena de Borneo aspira al día en que la cruel operación hará de él un “hombre diferente”. Desde este punto de vista se distingue muy poco del indio Orinoco quien trabajaría durante dos más semanas para ganar el dinero suficiente y comprar los costosos pigmentos de tatuaje, los cuales transformarían su cuerpo en un objeto de admiración general.

Aún cuando bárbaros, estos cambios de apariencia merecen nuestro mayor interés y nuestro respeto. Se les puede considerar como los primeros pasos del hombre primitivo más allá de los límites de la naturaleza hacia la civilización. Pintando su piel en rojo y azul, pasándose un hueso a través de las narices, etc; el hombre primitivo se imagina ser diferente lo que es en realidad. En cierta medida, elige para sí mismo un “papel” y empieza luego a representar este papel. ¿No es ello acaso la curva psicológica de todo cambio social, de todo progreso? En el fondo de la imitación se vuelve a encontrar el mismo instinto. Imitar, significa representar el papel de un personaje, quien, por una u otra razón, ha impresionado nuestro instinto teatral.

El nacimiento de un niño, la educación, la caza, el matrimonio, la guerra, los ritos funerarios, cada acontecimiento importante de la vida proporciona al hombre primitivo (y no tan sólo al hombre primitivo) la oportunidad de un espectáculo puramente teatral. Su vida entera es una sucesión de espectáculos. Sin la sal de la teatralidad, la vida le sería como un alimento desabrido, una mustia sucesión de sufrimientos y privaciones sin un rayo de esperanza. Empero, tan pronto como el hombre empieza a teatralizar, su vida adquiere un nuevo sentido: se transforma en “su” vida, algo que él mismo ha creado; la transforma en una vida diferente, deja de ser su esclavo para transformarse en su amo. ¿Quién otorgó a la pantera su manchado pelaje? La naturaleza. Pero un hombre tomó la piel de la pantera y se la colocó en los hombros, que tornó tan brillantes, perfumados y adornados. Él mismo se tornó pantera, más bien super-pantera, pues en tanto baila, puede hacer una demostración de cómo da un zarpazo la pantera y también cómo la pantera es muerta por la ofensa.

Segunda parte.

Un interesante ejemplo del papel representado por el instinto teatral en el desarrollo de la cultura humana, puede encontrarse en la historia de la vestimenta. He aquí una mujer salvaje, desnuda. Ha oscurecido sus párpados y sus cejas, se ha teñido el cabello con la vana pero digna intención de adquirir el aspecto de una flor. No se esfuerza por disimular su desnudez, tan sólo trata de darle un aspecto diferente. Sin embargo, a medida que el salvaje va progresando, los atributos a los cuales recurre para la ornamentación de su cuerpo, son cada vez más numerosos. Finalmente, en un cierto grado de la evolución teatral, al traje lo determina una especie de cristalización de esos atributos. En realidad, si el hombre, y en especial un habitante de las regiones meridionales, no tuviesen instinto teatral, tampoco usaría vestimenta.

En cuanto al norte, su habitante usaría vestimenta sólo durante las estaciones frías; pues ¿para qué le servirían durante el verano? Nada difícil resulta probar que la castidad no representa papel alguno en el desenvolvimiento de la vestimenta, pues, muy al contrario, la “vestimenta” del salvaje con frecuencia pone en evidencia tales partes del cuerpo (masculino o femenino) que la castidad exigiría esconder (por otra parte, la misma observación puede aplicarse a mucha gente culta) En cuanto al pudor, es indudablemente un factor en el desarrollo de la vestimenta. Pero este sentimiento ha de ser encarado en el sentido de que el hombre primitivo llega en cierto momento a sentir vergüenza de mostrarse en traje “natural” en lugar de uno “artificial”. En otros términos, se avergüenza de demostrar su ignorancia de la etiqueta social, la cual exige el respeto por los sentimientos teatrales de otros. Tal vez a ello se agrega el temor de aparecer como incapaz de ejercitar su dominio sobre la naturaleza. En todo caso el instinto teatral es el responsable del uso de la vestimenta en las épocas primitivas de la civilización.

No obstante, permítasenos penetrar algo más a fondo en la naturaleza psicológica del instinto teatral. ¿De dónde procede? ¿Cuánto pudo, por vez primera surgir en el alma humana? Nada difícil es reconstituir, por lo menos esquemáticamente, el proceso de su despertar.

Imaginad a un salvaje narrando a sus hermanos cómo cazó exitosamente, cómo llevó a cabo un excelente yantar; cómo atravesó a nado un ancho río; cómo luego lo atacó un tigre; cómo logró escapar pero que su mujer sucumbió; que huyendo ante el tigre, rodó de un alto cerro…Sus hermanos se niegan a prestarle crédito; el narrador discute, se excita. Se le pide que indique el lugar donde se encuentra el ancho río que pretende haber atravesado y el cerro, muy alto, del cual pretende haber caído. El interpelado está perplejo, confuso. En este momento aparece su mujer, se halla en perfecto estado de salud y en su cuerpo ninguna señal de arañazos de tigre se nota, lo que deja al salvaje completamente atónito. Entre tanto, sus hermanos le explican que en vez de ir de caza, se quedó extendido, inmóvil y con los ojos cerrados bajo un árbol; dicho de otro modo, estuvo dormido. Es entonces cuando empieza a comprender que además de su “yo” ordinario, existe en él otro “yo”, y este otro “yo” es ciertamente algo maravilloso, pues puede dejar al mundo de las realidades y errabundear por otro mundo, creado por él mismo. En otros términos, el salvaje empieza a comprender que además de su “yo” físico, posee también un “yo” espiritual y que el hombre tiene un cuerpo y un alma; un alma dotada del talento necesario para poner en escena, durante el sueño y hasta cierto grado durante la vigilia, tan maravillosos espectáculos. Desde luego, no pretendo decir que el salvaje procede tan clara y lógicamente como lo hago aquí, yendo de deducción en deducción. Empero, por más obscuros y brumosos que fuesen sus pensamientos, ha descubierto, no obstante, su facultad de “imaginar” cosas, imitar, si prefiere, la realidad con la imaginación, de embellecer con su fantasía su vida miserable; es decir su facultad de teatralizar.

Tan sólo en función de su capacidad de teatralizar la vida, es que el hombre primitivo se inclina por vez primera ante Dios o ante los dioses. Antes de creer en los dioses, el hombre debió adquirir el talento de concebir a esto dioses; de darles calidad de personajes, tal como el dramaturgo da forma de personajes a ideas, sentimientos o pasiones. Sin este don de transfiguración, de creación imaginativa de cosas y seres que no pueden ser vistos en esta tierra, el hombre no tendría religión. Por otra parte, semejante afirmación encuentra pruebas convincentes en el hecho de que los etnógrafos conocen numerosas tribus cuya vida presenta elementos de teatro; elementos primitivos, embrionarios, pero no obstante innegables; pero entre quienes la concepción de Dios no apareció aún. En otras palabras, el hombre se vuelve, antes que nada, actor, comediante; la religión llega después; la Comedia precedió a la Divina Comedia. Por tal razón, los mitos son esencialmente dramáticos y teatrales. Y ello se aplica a la historia de todos los pueblos en el albor de su existencia.

Ahora habrá comprendido el lector porque afirmo que el teatro como institución permanente, ha surgido del instinto de teatralidad y no de la religión, ni de la coreografía o de la estética o de cualquier otro sentimiento. Psicológicamente tan sólo hay un paso de la “mascarada” del hombre primitivo en su vida cotidiana, al teatro en el sentido estrecho y técnico la palabra ¿Acaso no es natural, que el hombre, quien para adornar la monotonía de su descolorida existencia organiza espectáculos bajo pretexto de bodas, muerte, justicia., organice igualmente espectáculos sin otro pretexto que el del placer del espectáculo mismo o de su puesta en escena? De ahí deriva la institución de actores profesionales, de comediantes. Y el nacimiento de tal institución en los primeros tiempos de una nación o de un a raza, está demostrado por el hecho de que existe en el África salvaje una gran demanda de actores profesionales. Entre varias tribus salvajes de Niams-Niams se puede encontrar toda clase de mimos errantes, de cantores vestidos con trajes extravagantes, de aspecto puramente teatral, que gozan del respeto y de la admiración general. Los Bambaras y los Mandingas, prestan tal importancia a sus “trovadores” que éstos son considerados como sagrados, hasta en tiempos de guerra. Además, se puede citar cierto número de tribus donde las funciones de actores son llevadas a cabo por los jefes de clan, por los “reyes” y otros dignatarios.

A medida que seguimos los diversos grados de la civilización, llegamos a convencernos de que la humanidad progresa mucho más rápidamente en cuanto a la cultura de su sentido teatral que en la cultura de sus otras cualidades espirituales. Recordemos a Grecia, donde el teatro llegó desde tiempos tempranos a ser institución de estado; donde el alto rango de embajador era confiado a un actor de talento; donde la pasión por el teatro era tan general que a menudo mujeres daban a luz en el anfiteatro. Ingenuamente, los romanos definían el sentido de la vida por la fórmula “panem et circenses” (pan y circo) y veían aparecer en la arena, junto a animales amaestrados y prostitutas, a personajes nobles tales como Nerón, Cómodo y Heliogábalo.

En el antiguo Perú como en México, las más ricas prebendas recaían en los actores, entre los cuales se hallaban príncipes, oficiales superiores y miembros de grandes familias reales. En China, el interés por el teatro es tan intenso que ningún ágape oficial es dado sin la presentación de actores; después de haber presentado una lista de cincuenta o sesenta comedias, se ponen a representar la que fue elegida por la concurrencia, haciéndose acompañar por una música ejecutada con el auxilio de bastoncillos de marfil. Y mientras en China el pueblo permanece días enteros en el teatro, comiendo y durmiendo en medio de sus niños, en Pondichery, en la India , donde las representaciones duran de cuatro a siete veladas consecutivas, un auditorio de seis a siete mil personas pasa la noche en el teatro, incapaz de desprenderse de este lugar de las más deliciosas tentaciones.

Y lo que resulta esencialmente característico de todos esos teatros primitivos, es su calidad esencialmente convencional. Todos son, en sumo grado, teatros no-realistas. Para nosotros, gente cultivada del siglo xx, acostumbrados al realismo en el escenario, admiradores del Teatro de Arte de Stanislavsky en Moscú, o del Teatro Libre de Antoine, en París, etc., ese no-realismo de los teatros hindúes o chinos, nos parece, claro está, sorprendente. Basta decir que el actor chino, representando un papel importante en una obra histórica, debe saber dar a la concurrencia la impresión de que parte a caballo tan sólo por sus gestos, sin siquiera un bastón para simular la montura. Ha de acechar tras un árbol, pero ningún árbol se encuentra sobre el tablado; toda la escena debe ser sugerida por la mímica, los gestos, los movimientos. Además, el actor chino lleva una máscara puramente convencional. Representa con una barba que en nada se parece a una barba; con un traje múltiple veces remendado y que la imaginación de los espectadores ha de embellecer para que adquiera cierta lejana analogía con la vestimenta del héroe que el comediante ha de personificar. Del comienzo al fin todo es convencional en este teatro. No obstante, los que asisten a este espectáculo creado con tanta penuria de accesorios, creen finalmente que el actor montó a caballo; que acechaba tras un árbol, que su máscara es un rostro y que este hombre es un héroe.

Es otra vez el divino instinto teatral que aquí vemos en la tarea; la concurrencia china cree en todo ello y se divierte con el espectáculo porque su instinto teatral coopera con el actor, rellena los vacíos, transforma las ridículas máscaras en solemnes y orgullosos rostros; transfigura lo convencional en nueva realidad; cuando el alma se rebela y no se somete a los hechos impuestos por la realidad desde afuera dicta sus propias leyes e impone sus propias formas. Dad tan sólo un pretexto, una alusión para el instinto teatral, y él sólo cumplirá el resto: construirá magníficos palacios en cartón, transformará en océano una pieza de tela: hará rey al miserable comediante adornado de una corona de mascarada.