IDEA DEL TEATRO-
ORTEGA Y GASSET
(FRAGMENTO)
¿Qué es la cosa Teatro? La cosa Teatro, como la cosa hombre, es muchas, innumerables cosas diferentes entre sí que nacen y mueren, que varían, que se transforman hasta el punto de no parecerse a primera vista, nada una forma de la otra. Hombres eran aquellas criaturas reales que sirvieron de modelo a los enanos de Velásquez y hombre era Alejandro Magno, que se ha sido el pecegao (del portugués coloquial, buen mozo) de toda la Historia. Por lo mismo que una cosa es siempre muchas y divergentes cosas, nos interesa averiguar si al través y en toda esa variedad de formas no subsiste, más o menos latente, una estructura que nos permita llamar a innumerables y diferentes individuos “hombre”, a muchas y divergentes manifestaciones, “teatro”.
Esa estructura que bajo sus modificaciones concretas y visibles permanece idéntica es el ser de la cosa. Por tanto, el ser de una cosa está siempre dentro de la cosa concreta y singular, está cubierto por ésta, oculto, latente. De aquí que necesitamos des-ocultarlo, descubrirlo y hacer patente lo latente. En griego, estar cubierto, oculto, se dice lathein, con la misma raíz de nuestro latente y latir. Decimos del corazón que late, no porque pulse y se mueva, sino porque es una víscera, porque es lo oculto o lo latente dentro del cuerpo. Cuando logramos sacar claramente a la luz el ser oculto de la cosa decimos que hemos averiguado su verdad. Por lo visto, averiguar significa adverar, hacer manifiesto algo oculto, y el vocablo con que los griegos decían “verdad” – aletheia- resulta significar lo mismo: a equivale a des; por tanto, aletheia es des-ocultar, des-cubrir, des patentizar. Preguntarnos por el ser del Teatro, equivale, en consecuencia, a preguntarnos por su verdad. La noción que nos entrega el ser, la verdad de una cosa es su idea. Vamos a intentar hacernos una Idea del Teatro, la Idea del Teatro.
Puede el hombre quitarse la vida, pero si vive –repito- no puede elegir el mundo en que vive. Este es siempre el de aquí y el de ahora. Para sostenernos en él tenemos que estar haciendo siempre algo. De aquí provienen los innumerables haceres del hombre. Porque la vida, señores da mucho que hacer. Y así el hombre hace su comida, hace su oficio, hace casas, hace visitas de médico, hace negocios, hace ciencia, hace paciencia, es decir, espera, que es “hacer tiempo”; hace política, hace obras de caridad, hace…que hace y se hace…ilusiones. La vida es omnímodo hacer. Y todo ello en lucha contra las circunstancias y porque está prisionero en un mundo que no ha podido escoger. Este carácter que tiene cuanto nos rodea de sernos impuesto, queramos o no, es lo que llamamos “realidad”. Estamos condenados a prisión perpetua en la realidad o mundo. Por eso es la vida tan seria, tan graves, es decir, tiene peso, nos apesadumbra la responsabilidad inalienable que de nuestros er, de nuestro hacer constantemente tenemos.
Por eso cuando alguien preguntaba a Baudelaire dónde prefería vivir, con un gesto de dandysmo displiciente que era, según es sabido, su religión, respondió: “¡ En cualquier parte, en cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!”
Con ello daba a entender Baudelaire lo imposible. El Destino tiene el hombre irremediablemente encadenado a la realidad y en lucha sin tregua con ella. Es imposible la evasión. El tener que hacerse su vida y decidir en cada instante con su exclusiva responsabilidad lo que va a hacer es como si tuviese que sostenerla a pulso. Por eso la vida esta llena de pesadumbre. A una criatura así, el Hombre, cuya condición es tarea, esfuerzo, seriedad, responsabilidad, fatiga y pesadumbre, le es inexcusablemente necesario algún descanso. ¿Descanso de qué? ¡Ah, claro está! ¿De qué va a ser? De vivir o, lo que es igual, de “estar en la realidad”, naufrago en ella.
Esto es lo que irónicamente quería decir Baudelaire: que el hombre necesita de cuando en cuando evadirse del mundo de la realidad, que necesita escapar. Hemos dicho que esto es imposible en un sentido absoluto. Pero, ¿no será, e algún sentido menos absoluto, posible? Más para irse en vida de este mundo sería menester que hubiese otro (el otro mundo de la religión no hace caso. porque para irse a él es preciso ante todo morirse y aquí se trata de transmigrar en vida) Y si ese otro mundo es otra realidad, por muy otra que sea, será realidad , contorno impuesto, circunstancia premiosa. Para que haya otro mundo a que mereciera la pena irse sería preciso, ante todo, que ese otro mundo no fuese real, que fuese un mundo irreal. Entonces estar en él, ser en él equivaldría a convertirse uno mismo en irrealidad. Esto sí sería efectivamente suspender la vida, dejar un rato de vivir, descansar el peso de la existencia, sentirse aéreo, etéreo, ingrávido, invulnerable, irresponsable, in-existente.
Por eso, señores, la vida, el Hombre se ha esforzado siempre en añadir a todos sus haceres impuestos por la realidad el más extraño y sorprendente y hacer, un hacer, una ocupación que consiste precisamente en dejar de hacer todo lo demás que hacemos seriamente. Este hacer, esta ocupación que nos libera de las demás es…jugar. Mientras jugamos no hacemos nada –se entiende, no hacemos nada en en serio. El juego es la más pura invención del hombre; todas las demás le vienen, más o menos, impuestas y preformadas por la realidad. Pero las reglas de un juego –y no hay juego sin reglas- crean un mundo que no existe. Y las reglas son pura invención humana. Dios hizo al mundo, este mundo; bien, pero el hombre hizo el ajedrez –el ajedrez y todos los demás juegos. El Hombre hizo, hace… el otro mundo , el verdaderamente otro, el que no existe, el mundo que es broma y farsa.
El juego, pues, es el arte o técnica que el hombre posee para suspender virtualmente su esclavitud dentro de la realidad, para evadirse, escapar, traerse a sí mismo de este mundo en que vive a otro irreal. Este traerse de su vida real a una vida real imaginaria, fantasmagórica es dis-traerse. El juego es distracción. El hombre necesita descansar de su vivir y para ello ponerse en contacto, volverse a ó verterse en una ultravida. Esta vuelta o versión de nuestro ser hacia lo ultravital e irreal es la diversión. La distracción, la diversión es algo consustancial a la vida humana, no es un accidente, no es algo de que se pueda prescindir. Y no es frívolo, señores, el que se divierte, sino el que cree que no hay que divertirse. Lo que, en efecto, no tiene sentido es querer hacer de la vidas toda puro divertimiento y distracción, porque entonces no tenemos de qué divertirnos, de qué distraernos. Noten ustedes que la ideas de diversión supone dos términos: un terminus a quo y un terminus ad quem –aquello de que nos divertimos y aquello con que nos divertimos.
He aquí por qué la diversión es una de las grandes dimensiones de la cultura. Y no puede sorprendernos que el más grande creador y disciplinador de cultura que jamás ha existido, Platón ateniense, hacia el fin de sus días se entretenga haciendo juego de palabras con el vocablo griego que significa cultura pa?de?a (paideia) y el que significa juego, broma, frase pa?d?a (paidia) y nos diga, en irónica exageración, ni más ni menos, que la vida humanas es juego y, literalmente, añada “que eso que tiene de juego es lo mejor que tiene”. No es de extrañar que los romanos viesen en el juego un dios a quien llamaron sin más “Juegos”, Lupus, a quien hicierón hijo de Baco y que consideraban -¡miren ustedes que casualidad!- fundador de la raza lusitana
El juego, arte o técnica de la diversión, al ser todo un lado de la humana cultura, ha creado innumerables formas de distraerse y esa formas están jerarquizadas de las menos a las más perfectas. La forma menos perfecta es el juego de naipes; el bridge, por ejemplo, donde durante horas y horas anulan su feminidad las mujeres de nuestro tiempo –sea dicho para deshonor de nosotros los varones. La forma más perfecta de la evasión al otro mundo son las bellas artes, y si digo que son la forma más perfecta de juego evasivo no es por ningún convencional homenaje, no es porque yo sienta lo que hace muchos años llamé “beatería cultural” ni esté dispuesto a ponerme de rodillas delante de las bellas artes por muy artes que sean o por muy bellas que parezcan, sino porque consiguen, en efecto, libertarnos de esta vida más eficazmente que ninguna otra cosa. Mientras estamos una novela egregia pueden seguir funcionando los mecanismos de nuestro cuerpo, pero eso que hemos llamado “nuestra vida” queda literal y radicalmente suspendida. Nos sentimos dis-traídos de nuestro mundo y trasplantados al mundo imaginario de la novela.
Pues bien, lo que constituye la cima de esos métodos de evasión que son las bellas artes, aquello que más completamente han permitido al Hombre escapar de su penoso destino, ha sido el teatro en sus épocas de “ser en forma” –cuando por coincidir con su sensibilidad actor, escena y poeta conseguía ser plenamente arrebatado por la gran fantasmagoría del escenario. En nuestro tiempo esto no acontece; ni la escena, ni el actor, ni el autor se hallan a la altura de nuestros nervios, y la mágica metamorfosis, la prodigiosa transfiguración no suelen producirse. Nuestro Teatro actual no está a la page de nuestra sensibilidades y es la ruina del teatro. Pero en esas épocas a que el principio me referí, generaciones y generaciones de hombres han logrado durante muchas horas de su vida, merced al divino escapismo que es la farsa, la suprema aspiración del ser humano: Han logrado ser felices.
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