EL INSTINTO TEATRAL
Nicolás Evreinov.
Primera Parte.
(Nota del compilador: el pensamiento evolucionista del autor se hace sentir en expresiones como “salvaje”, “primitivo”, no obstante, sus reflexiones se presentan como de avanzada si se toma en cuenta el año de su escritura, es decir, hacia el año 1910.)
¿Cuáles son las bases psicológicas de nuestro amor por el teatro? ¿Cuáles son los sentimientos en que se fundamentan? Los historiadores y los estetas han respondido que el teatro surgió de las ceremonias religiosas y de los ritos, y que fué en un principio, por decirlo así, un derivado del sentimiento religioso. Igualmente se ha dicho, que los orígenes del teatro tienen alguna relación con las tendencias coreográficas del hombre primitivo, que se confunden con la aspiración general del alma humana hacia las formas estéticas, las imágenes, etc. Ello no me impide mantenerme en mi opinión de que todas estas explicaciones han de ser rechazadas y olvidadas,
El hombre posee un instinto de inagotable vitalidad acerca del cual ni los historiadores, ni los psicólogos, ni los estetas, jamás dijeron la menor palabra hasta ahora. Me refiero al instinto de transfiguración, el instinto de oponer a las imágenes recibidas desde afuera, las imágenes arbitrarias creadas desde dentro; el instinto de transmutar las apariencias ofrecidas por la naturaleza, en algo distinto. En resumen, un instinto cuya esencia se revela en lo que yo llamaría “teatralidad”.
Si, en tanto seguía siendo tributario de este instinto, el hombre ha ignorado durante mucho tiempo su existencia, ello nada prueba, porque en la evolución del ser humano el momento en que adquirimos conciencia de un sentimiento está necesariamente distanciado por siglos del momento en que este ha nacido.
Es cierto que la mayoría de las manifestaciones de este instinto, no han escapado a la mirada vigilante de la ciencia. Pero ésta, siempre presurosa por clasificar los fenómenos, los ha catalogado, sin vacilación alguna, dentro de la categoría estética.
El instinto de teatralización en el hombre, el honor de cuyo descubrimiento reivindico, puede encontrar su mejor definición en el deseo de ser “otro”; de cumplir algo “diferente”; de crear un ambiente que se “oponga” a la atmósfera cotidiana. He aquí uno de los principales resortes de nuestra existencia y de lo que llamamos progreso, cambio, evolución, desarrollo en todos los dominios de la vida. Todos hemos nacido con este sentimiento en el alma, todos somos seres esencialmente “teatrales”. En lo referente a este aspecto, un hombre culto poco difiere de un salvaje, y un salvaje de un animal.
La teatralidad es pre-estética, es decir más primitiva y de un carácter más fundamental que nuestro sentido estético. Sería ridículo hablar de la estética de un salvaje; no se puede concebir a un salvaje gozando de lo “bello por lo bello”. Empero, posee seguramente el sentido de la teatralidad, y como consecuencia, el arte teatral es esencialmente diferente de todas las demás artes.
Cuando yo era aún muy niño, ya sabía distinguir por instinto el arte policéfalo, el cual es estético, del arte monocéfalo, que es teatral. Cuando me cubría con la capa de mi padre y me ponía anteojos negros, imitando la voz ronca y terrorífica de un intruso para asustar a los sirvientes, tratábase de teatro. Empero cuando me entregaba con pasión al dibujo o a la música, tratábase de arte.
En aquella época me hubiese sorprendido mucho si me hubieran dicho que trataba de la misma cosa. ¿y cómo poder afirmarlo? En el primer caso, el del teatro, lo que más trato es de ser diferente de lo que soy en realidad; en el segundo caso, el del arte, y que es exactamente lo opuesto al primero, busco descubrirme a mi mismo, manifestar mi ser interior bajo la forma más sincera de que soy capaz. ¿Qué hay de común entre ésta y aquélla? ¿Es ésta la fuerza creadora? Claro que, generalizando de este modo, arriesgamos hacer entrar en la misma categoría el nacimiento de un niño y la confección de un ataúd. ¿Es esto un deleite estético? Pero en mis mascaradas infantiles difícilmente se puede suponer un deseo de deleite estético.
El arte del teatro es pre-estético, y no estético, por la sencilla razón de que la “transformación” –esencia misma del arte teatral-, es más primitiva, más fácil de realizar que la “formación”, la cual es la esencia de las artes estéticas. Creo que en el principio de la historia de la cultura humana, la teatralidad hizo el papel de una especie de pre-arte. Se ha de buscar el origen de todas las artes en el sentimiento de la teatralidad del hombre primitivo y no en su sentido utilitario. Cuando un salvaje se agujerea la nariz, pasando por el agujero un hueso de ballena, no lo hace con el propósito de espantar a sus enemigos o para producir mayor efecto en la guerra, sino por la alegría pura de la autotransfiguración. ¿Acaso no es emocionante que en las cavernas de los hombres primitivos, en lugar de arado i utensilios de la vida doméstica o armas, la antropología descubriera pulseras, collares, trozos de conchas y otros implementos de la mascarada prehistórica? ¿Y no es acaso típico que las mujeres indígenas de la costa oeste africana por un botón entregarían su honra con el corazón ligero, porque el brillo del botón constituye un auténtico valor teatral, cuando ni mirarían una buena pieza de tela que podría cubrir la desnudez de su cuerpo?
Que el efecto teatral tiene para el hombre salvaje mayor importancia que su propio bienestar físico, se puede evidenciar del incidente que viene a continuación: para vengar la muerte de Cook en Hawai, los ingleses prendieron fuego aun cierto número de aldeas indígenas. Los habitantes de estas aldeas fugaron, pero apenas encontrándose fuera del peligro, se detuvieron sobre el puente y galvanizados por el imponente espectáculo de las llamas devorando sus viviendas, se pusieron a lanzar gritos de entusiasta admiración: “¡Oh, maravilla!” He aquí gente que no sólo podría hallarle justificativo a Cook, sino que hasta al mismo Nerón, quien consideraba que Roma en llamas era un espectáculo más digno de interés que una Roma cuidando con indolencia sus tesoros roídos por los siglos.
Tan sólo la ceguera y los prejuicios impiden reconocer cuánta teatralidad existe entre los salvajes. Considerad el tatuaje, las perforaciones en la piel, los labios o los dientes, donde colocan plumas, anillos, trozos de cristal, de metal y de madera: prácticas como las de desplazar los incisivos, arrancar el cabello, deformar el cráneo y los pies, estas evidentes manifestaciones de la manía de transfiguración ¿no pertenecen acaso a la teatralidad de la más pura especie?
El instinto de teatralidad es potente sin duda alguna. Impulsa al salvaje de igual modo que el hambre, el apetito sexual o el amor. El cínico proverbio “buscad la mujer”, puede muy bien ser remplazado por “buscad el teatro”, pues la historia de la especie humana se halla saturada de este instinto. El salvaje frecuentemente está dispuesto a entregar su vida por la alegría de llegar a ser diferente de lo que es en realidad. Para teatralizar su cuerpo, el indígena de Borneo práctica más de 90 profundas incisiones en su piel. Se halla inundado de su propia sangre; sus sufrimientos intensificados por el calor tropical y por los insectos que infestan sus heridas, son terribles. Para que las cicatrices sean suficientemente prominentes y debidamente visibles, las heridas permanecen durante mucho tiempo abiertas por medio de cortes suplementarios y otras medidas bárbaras. Según Darwin, la cruel operación necesita a menudo varios años para llegar a su perfección y frecuentemente se termina por un envenenamiento de la sangre y una muerte horrible. No obstante, el indígena de Borneo aspira al día en que la cruel operación hará de él un “hombre diferente”. Desde este punto de vista se distingue muy poco del indio Orinoco quien trabajaría durante dos más semanas para ganar el dinero suficiente y comprar los costosos pigmentos de tatuaje, los cuales transformarían su cuerpo en un objeto de admiración general.
Aún cuando bárbaros, estos cambios de apariencia merecen nuestro mayor interés y nuestro respeto. Se les puede considerar como los primeros pasos del hombre primitivo más allá de los límites de la naturaleza hacia la civilización. Pintando su piel en rojo y azul, pasándose un hueso a través de las narices, etc; el hombre primitivo se imagina ser diferente lo que es en realidad. En cierta medida, elige para sí mismo un “papel” y empieza luego a representar este papel. ¿No es ello acaso la curva psicológica de todo cambio social, de todo progreso? En el fondo de la imitación se vuelve a encontrar el mismo instinto. Imitar, significa representar el papel de un personaje, quien, por una u otra razón, ha impresionado nuestro instinto teatral.
El nacimiento de un niño, la educación, la caza, el matrimonio, la guerra, los ritos funerarios, cada acontecimiento importante de la vida proporciona al hombre primitivo (y no tan sólo al hombre primitivo) la oportunidad de un espectáculo puramente teatral. Su vida entera es una sucesión de espectáculos. Sin la sal de la teatralidad, la vida le sería como un alimento desabrido, una mustia sucesión de sufrimientos y privaciones sin un rayo de esperanza. Empero, tan pronto como el hombre empieza a teatralizar, su vida adquiere un nuevo sentido: se transforma en “su” vida, algo que él mismo ha creado; la transforma en una vida diferente, deja de ser su esclavo para transformarse en su amo. ¿Quién otorgó a la pantera su manchado pelaje? La naturaleza. Pero un hombre tomó la piel de la pantera y se la colocó en los hombros, que tornó tan brillantes, perfumados y adornados. Él mismo se tornó pantera, más bien super-pantera, pues en tanto baila, puede hacer una demostración de cómo da un zarpazo la pantera y también cómo la pantera es muerta por la ofensa.
Segunda parte.
Un interesante ejemplo del papel representado por el instinto teatral en el desarrollo de la cultura humana, puede encontrarse en la historia de la vestimenta. He aquí una mujer salvaje, desnuda. Ha oscurecido sus párpados y sus cejas, se ha teñido el cabello con la vana pero digna intención de adquirir el aspecto de una flor. No se esfuerza por disimular su desnudez, tan sólo trata de darle un aspecto diferente. Sin embargo, a medida que el salvaje va progresando, los atributos a los cuales recurre para la ornamentación de su cuerpo, son cada vez más numerosos. Finalmente, en un cierto grado de la evolución teatral, al traje lo determina una especie de cristalización de esos atributos. En realidad, si el hombre, y en especial un habitante de las regiones meridionales, no tuviesen instinto teatral, tampoco usaría vestimenta.
En cuanto al norte, su habitante usaría vestimenta sólo durante las estaciones frías; pues ¿para qué le servirían durante el verano? Nada difícil resulta probar que la castidad no representa papel alguno en el desenvolvimiento de la vestimenta, pues, muy al contrario, la “vestimenta” del salvaje con frecuencia pone en evidencia tales partes del cuerpo (masculino o femenino) que la castidad exigiría esconder (por otra parte, la misma observación puede aplicarse a mucha gente culta) En cuanto al pudor, es indudablemente un factor en el desarrollo de la vestimenta. Pero este sentimiento ha de ser encarado en el sentido de que el hombre primitivo llega en cierto momento a sentir vergüenza de mostrarse en traje “natural” en lugar de uno “artificial”. En otros términos, se avergüenza de demostrar su ignorancia de la etiqueta social, la cual exige el respeto por los sentimientos teatrales de otros. Tal vez a ello se agrega el temor de aparecer como incapaz de ejercitar su dominio sobre la naturaleza. En todo caso el instinto teatral es el responsable del uso de la vestimenta en las épocas primitivas de la civilización.
No obstante, permítasenos penetrar algo más a fondo en la naturaleza psicológica del instinto teatral. ¿De dónde procede? ¿Cuánto pudo, por vez primera surgir en el alma humana? Nada difícil es reconstituir, por lo menos esquemáticamente, el proceso de su despertar.
Imaginad a un salvaje narrando a sus hermanos cómo cazó exitosamente, cómo llevó a cabo un excelente yantar; cómo atravesó a nado un ancho río; cómo luego lo atacó un tigre; cómo logró escapar pero que su mujer sucumbió; que huyendo ante el tigre, rodó de un alto cerro…Sus hermanos se niegan a prestarle crédito; el narrador discute, se excita. Se le pide que indique el lugar donde se encuentra el ancho río que pretende haber atravesado y el cerro, muy alto, del cual pretende haber caído. El interpelado está perplejo, confuso. En este momento aparece su mujer, se halla en perfecto estado de salud y en su cuerpo ninguna señal de arañazos de tigre se nota, lo que deja al salvaje completamente atónito. Entre tanto, sus hermanos le explican que en vez de ir de caza, se quedó extendido, inmóvil y con los ojos cerrados bajo un árbol; dicho de otro modo, estuvo dormido. Es entonces cuando empieza a comprender que además de su “yo” ordinario, existe en él otro “yo”, y este otro “yo” es ciertamente algo maravilloso, pues puede dejar al mundo de las realidades y errabundear por otro mundo, creado por él mismo. En otros términos, el salvaje empieza a comprender que además de su “yo” físico, posee también un “yo” espiritual y que el hombre tiene un cuerpo y un alma; un alma dotada del talento necesario para poner en escena, durante el sueño y hasta cierto grado durante la vigilia, tan maravillosos espectáculos. Desde luego, no pretendo decir que el salvaje procede tan clara y lógicamente como lo hago aquí, yendo de deducción en deducción. Empero, por más obscuros y brumosos que fuesen sus pensamientos, ha descubierto, no obstante, su facultad de “imaginar” cosas, imitar, si prefiere, la realidad con la imaginación, de embellecer con su fantasía su vida miserable; es decir su facultad de teatralizar.
Tan sólo en función de su capacidad de teatralizar la vida, es que el hombre primitivo se inclina por vez primera ante Dios o ante los dioses. Antes de creer en los dioses, el hombre debió adquirir el talento de concebir a esto dioses; de darles calidad de personajes, tal como el dramaturgo da forma de personajes a ideas, sentimientos o pasiones. Sin este don de transfiguración, de creación imaginativa de cosas y seres que no pueden ser vistos en esta tierra, el hombre no tendría religión. Por otra parte, semejante afirmación encuentra pruebas convincentes en el hecho de que los etnógrafos conocen numerosas tribus cuya vida presenta elementos de teatro; elementos primitivos, embrionarios, pero no obstante innegables; pero entre quienes la concepción de Dios no apareció aún. En otras palabras, el hombre se vuelve, antes que nada, actor, comediante; la religión llega después; la Comedia precedió a la Divina Comedia. Por tal razón, los mitos son esencialmente dramáticos y teatrales. Y ello se aplica a la historia de todos los pueblos en el albor de su existencia.
Ahora habrá comprendido el lector porque afirmo que el teatro como institución permanente, ha surgido del instinto de teatralidad y no de la religión, ni de la coreografía o de la estética o de cualquier otro sentimiento. Psicológicamente tan sólo hay un paso de la “mascarada” del hombre primitivo en su vida cotidiana, al teatro en el sentido estrecho y técnico la palabra ¿Acaso no es natural, que el hombre, quien para adornar la monotonía de su descolorida existencia organiza espectáculos bajo pretexto de bodas, muerte, justicia., organice igualmente espectáculos sin otro pretexto que el del placer del espectáculo mismo o de su puesta en escena? De ahí deriva la institución de actores profesionales, de comediantes. Y el nacimiento de tal institución en los primeros tiempos de una nación o de un a raza, está demostrado por el hecho de que existe en el África salvaje una gran demanda de actores profesionales. Entre varias tribus salvajes de Niams-Niams se puede encontrar toda clase de mimos errantes, de cantores vestidos con trajes extravagantes, de aspecto puramente teatral, que gozan del respeto y de la admiración general. Los Bambaras y los Mandingas, prestan tal importancia a sus “trovadores” que éstos son considerados como sagrados, hasta en tiempos de guerra. Además, se puede citar cierto número de tribus donde las funciones de actores son llevadas a cabo por los jefes de clan, por los “reyes” y otros dignatarios.
A medida que seguimos los diversos grados de la civilización, llegamos a convencernos de que la humanidad progresa mucho más rápidamente en cuanto a la cultura de su sentido teatral que en la cultura de sus otras cualidades espirituales. Recordemos a Grecia, donde el teatro llegó desde tiempos tempranos a ser institución de estado; donde el alto rango de embajador era confiado a un actor de talento; donde la pasión por el teatro era tan general que a menudo mujeres daban a luz en el anfiteatro. Ingenuamente, los romanos definían el sentido de la vida por la fórmula “panem et circenses” (pan y circo) y veían aparecer en la arena, junto a animales amaestrados y prostitutas, a personajes nobles tales como Nerón, Cómodo y Heliogábalo.
En el antiguo Perú como en México, las más ricas prebendas recaían en los actores, entre los cuales se hallaban príncipes, oficiales superiores y miembros de grandes familias reales. En China, el interés por el teatro es tan intenso que ningún ágape oficial es dado sin la presentación de actores; después de haber presentado una lista de cincuenta o sesenta comedias, se ponen a representar la que fue elegida por la concurrencia, haciéndose acompañar por una música ejecutada con el auxilio de bastoncillos de marfil. Y mientras en China el pueblo permanece días enteros en el teatro, comiendo y durmiendo en medio de sus niños, en Pondichery, en la India , donde las representaciones duran de cuatro a siete veladas consecutivas, un auditorio de seis a siete mil personas pasa la noche en el teatro, incapaz de desprenderse de este lugar de las más deliciosas tentaciones.
Y lo que resulta esencialmente característico de todos esos teatros primitivos, es su calidad esencialmente convencional. Todos son, en sumo grado, teatros no-realistas. Para nosotros, gente cultivada del siglo xx, acostumbrados al realismo en el escenario, admiradores del Teatro de Arte de Stanislavsky en Moscú, o del Teatro Libre de Antoine, en París, etc., ese no-realismo de los teatros hindúes o chinos, nos parece, claro está, sorprendente. Basta decir que el actor chino, representando un papel importante en una obra histórica, debe saber dar a la concurrencia la impresión de que parte a caballo tan sólo por sus gestos, sin siquiera un bastón para simular la montura. Ha de acechar tras un árbol, pero ningún árbol se encuentra sobre el tablado; toda la escena debe ser sugerida por la mímica, los gestos, los movimientos. Además, el actor chino lleva una máscara puramente convencional. Representa con una barba que en nada se parece a una barba; con un traje múltiple veces remendado y que la imaginación de los espectadores ha de embellecer para que adquiera cierta lejana analogía con la vestimenta del héroe que el comediante ha de personificar. Del comienzo al fin todo es convencional en este teatro. No obstante, los que asisten a este espectáculo creado con tanta penuria de accesorios, creen finalmente que el actor montó a caballo; que acechaba tras un árbol, que su máscara es un rostro y que este hombre es un héroe.
Es otra vez el divino instinto teatral que aquí vemos en la tarea; la concurrencia china cree en todo ello y se divierte con el espectáculo porque su instinto teatral coopera con el actor, rellena los vacíos, transforma las ridículas máscaras en solemnes y orgullosos rostros; transfigura lo convencional en nueva realidad; cuando el alma se rebela y no se somete a los hechos impuestos por la realidad desde afuera dicta sus propias leyes e impone sus propias formas. Dad tan sólo un pretexto, una alusión para el instinto teatral, y él sólo cumplirá el resto: construirá magníficos palacios en cartón, transformará en océano una pieza de tela: hará rey al miserable comediante adornado de una corona de mascarada.
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